La doncella

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La doncella no es La vida de Adèle, pero casi. No ha pasado ni una semana desde que Emma y Adèle se amaron en mi televisor con el ímpetu de las amantes juveniles, y de pronto, en esta película coreana que yo esperaba de sangres y violencias -pues su director es un tipo muy dado a tales excesos- descubro que ahora los excesos que ocupan al director son sexuales, sabanísticos, de tórridas escenas. Las que entretienen a Lady Hideko -adinerada dama de la aristocracia coreana a la que todos los hombres pretenden sin coscarse de su predilección- y su criada, la dulce e impresionable Sook-Hee, que descubre en la señorita Hideko la hermosura de quien nunca le dio un palo al agua, y también la finura de quien recibió una educación esmerada desde niña. Y, sobre todo, la sorpresa infinita de saberse también deseada a pesar de su condición servil. 




    Pues luego, terminada la jornada, abrazadas y desnudas en la cama, ambas mujeres son indistinguibles en rango y clase social, y ya no es la señorita quien ordena y la criada quien obedece, sino que  se intercambian los roles, y muchas veces es la subalterna quien lleva el peso de las decisiones, y ordena el cambio de maniobras, y plantea nuevos objetivos militares, mientras la dama de alta cuna sonríe juguetona y se deja llevar. Y aún más: en la humillación de quien ya no porta la vara de mando, se excita todavía más, y gruñe maldades que son mucho de erotizar al personal. 

    En la cama de sábanas de seda, Hideko y Sook-Hee son la misma mujer, compenetradas y enamoradas, pero también son la misma mujer en un sentido visual, cognitivo, porque a ojos de un espectador occidental -que ya tiene dificultad en distinguir a dos actrices coreanas que hablan en el desayuno o pasean por la arboleda- cuánto mayor galimatías le resultan las identidades cuando los ojos se achinan aún más en el ardor del deseo, y los cuerpos se enredan en el fragor del espasmo, y los rostros se pegan tanto que uno ya no sabe quién es quién en la lucha sin cuartel sobre el tatami.


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