Las altas presiones

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En Las altas presiones, Miguel es un treintañero largo que regresa a su Pontevedra natal buscando exteriores para una película que él no dirije, aunque si la pontevedresa es guapa, e impresionable, y se siente atraída por el tipo que "hizo carrera en Madrid", él dice que sí, que la dirije, nos ha jodido, para no malograr la conquista. Porque Miguel ha venido a Pontevedra a trabajar, sí, pero también a recordar los viejos tiempos, y a cobrarse alguna pieza en la semana de safari que le paga la productora.


    En Pontevedra, por lo que se ve, los treintañeros que apuran su edad dorada se conservan estupendamente, lo mismo ellas que ello. Supongo que es por los aires benéficos del Atlántico, o por las bajas presiones que curiosamente, contradiciendo el título de la película, suelen rondar amablemente sus cabezas. Pues nada: habrá que irse a vivir allí, de balnearios, o de turismos rurales. Si no fuera por las canas que se entrevén en las barbas de ellos, y por las arruguillas -por otro lado muy atractivas- que se adivinan en los ojos de ellas, uno casi pensaría que Las altas presiones va de unos veinteañeros que juegan a tener añoranzas de adultos, y no de unos pre-maduritos que juegan al flirteo de cuando eran más jóvenes y relucían.

El paisaje industrial, en cambio, que es el motivo artístico que Miguel persigue con su tomavistas, está mucho peor conservado. Las fábricas derruidas y los negocios abandonados delatan una Galicia que se corrompe a un ritmo mayor que el de sus habitantes. Allí, como en todos los sitios, ya sólo queda el sector primario, el batallón de funcionarios y el ejército interminable de camareros que sirven los mariscos y los vinos de la tierra. Y los políticos que lo jodieron todo, claro.


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