La vida alegre

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Ahora nos reímos mucho de Ana Obregón cuando inaugura el verano con un posado playero que da un poco de vergüenza ajena,  pero hace treinta años no nos reíamos tanto cuando lucía su palmito en la televisión, o en las películas, y nos quedábamos emplastados contra el televisor jurando que era la tía más buena de España, y de parte del extranjero. Ana, Anita, la Obregón, sin los Siete, era una actriz cotizada incluso en Estados Unidos, donde llegó a ser damisela rescatada en un episodio mítico del Equipo A.

Gracias al condensador de fluzo, esta tarde he aparcado el Delorean junto al dispensario que regentaba Verónica Forqué en La vida alegre, comedia de Fernando Colomo que sigue la pista a varios gonococos que pasan de cama en cama hasta llegar a los genitales del ministro de Sanidad. Una comedia de la movida madrileña, alegre, descocada, con travestís de grandes tetas e infidelidades de escasa importancia. Y con Antonio Resines antonioresinando más que nunca, con su cara de panoli y sus titubeos de macho desbordado. Y por allí, por los pasillos del ministerio, correteaba Ana Obregón con sus vestidos ceñidos y su sonrisa pomular, interpretando -o eso- a una auxiliar administrativa que sólo sirve para elevar la moral de la tropa, tan guapa y tan resalá que a uno le ha dado por embarcarse en la nostalgia al terminar la película, y descubrir, una vez más, que la memoria flaquea, y se inventa cosas que nunca existieron. Porque yo estaba convencido de que Ana Obregón era la famosa Carolina que abría el Libro Gordo de Pedrete en la parodia de Pedro Ruiz: ¡Qué buena estás, Carolina! Un latiguillo de admiración sexual que todavía hoy nos sale automáticamente de la boca, o del pensamiento, o de la omisión incluso, cuando conocemos a una nueva belleza, se llame como se llame.

Me he tirado una hora buscando el nombre de la auténtica Carolina, que en los vídeos de Youtube, efectivamente, hace honor al inmortal requiebro, pero en internet todo son nostalgias sin provecho, añoranzas de pajilleros con acné. Datos, ni uno. Ni en los archivos de RTVE he sido capaz de encontrar a la verdadera Carolina, que abría el Libro de Pedrete con una delicadeza manual que ya anticipaba placeres prohibidos y muy reposados.



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