Green Room

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Hay películas como Green Room que parecen estar planificadas al revés: primero se escriben las muertes sangrientas que habrán de asquear al espectador (perros desgarrando cuellos, navajas afeitando gaznates, balas agujereando cráneos, cuchillas abriendo vientres...), y luego, cuando la panoplia de defunciones ya parece fecunda y convincente -el regocijo morboso para adolescentes del centro comercial-, el responsable del negocio, este Jeremy Saulnier que nos dejara más convencidos de su arte en Blue Ruin, monta un guión tramposo y absurdo en el que injertar las violencias, sin dejarse ninguna en el tintero. La trama al servicio de la violencia, y no la violencia al servicio de la trama, como mandan los cánones. O eso, o que yo me estoy haciendo viejo y criticón, y cascarrabias, y estas modernidades salvajes con interregnos para el humor chorra y el guiño musical se me escapan ya del radar, pertenecientes a otra generación y a otro gusto.


    Cuando al principio de la película el grupo de rockeros sube al escenario para cantar "Que os jodan, neonazis", a los neonazis que abarrotan el local, uno ya debería haber sospechado que con esta premisa inicial, que es la que enciende la chispa del pifostio, Green Room ya sólo podía ir de culo y cuesta abajo, hasta el desparrame final. Pero no hay fútbol en la tele, ni Juegos Olímpicos todavía, y cuando una ficción ya está en marcha cuesta horrores suspenderla para dar inicio a otra nueva, como si entraran en juego inercias inexplicables, y perezas injustificables. Porque hay que decir, además, que Green Room está muy bien hecha, y que el desinterés por su contenido no impide la admiración por su continente, que es oscuro y rítmico, a ratos molón, con esa pericia que tienen los americanos para darte gato por liebre, y vacío por película, y gusanito por nutriente. Green Room no alimenta, no aporta nada, no sirve para nada. Sólo para entretener la canícula, y dejarle a uno la sensación del tiempo perdido, como a Proust.



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