La invitación

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La pérdida de un hijo debe de ser un dolor insoportable. Inimaginable. Como una daga clavada en las entrañas que no puede extraerse ni aliviarse. Un padecimiento que está más allá de nuestra comprensión de padres afortunados, o de humanos no reproductores. Incluso en los tiempos anteriores a la penicilina, cuando se perdían la mitad de las camadas en enfermedades ahora remediables, el sufrimiento de los padres distaba mucho del estoicismo que a veces adjudicamos a los hombres antiguos, como si la omnipresencia de la muerte les vacunara en cada tragedia, y en cada despedida.  

    Para amortiguar el dolor la única solución es alejarse, alienarse. Enterrarse bajo varias capas de experiencias y negaciones, como los niños se entierran bajo varias mantas para ahuyentar a los monstruos. Los padres sufridores de esta película titulada La invitación encuentran su consuelo en la religión, en la creencia de un más allá de nubes algodonosas donde les espera el hijo perdido con los brazos abiertos. Antes de la tragedia no creían, no profesaban, pero ahora han caído en las garras de los buitres que sobrevuelan la desgracia para alimentarse: sectas, gurús, sacerdotes, curanderos del espíritu... Toda esa fauna. 

    Eden y David han invitado a sus amigos para compartir cena, y cuchipanda, y estupendas noticias espirituales, allá en la casa apartada de las montañas que rodean Los Ángeles. No se nos especifica la situación concreta del retiro, pero el paisaje no parece muy distinto al de Cielo Drive, o al de Mulholland Drive, y con eso ya estoy dando demasiadas pistas sobre las desventuras sangrientas que se avecinan. También es verdad que La invitación no se molesta mucho en tapar sus intenciones, y hasta sus intríngulis, desde el cartel que la promociona a los actores que le dan vida. No se puede contratar al asesino de "Zodiac" o al holandés de la mirada frenética para construir un juego de falsas bondades o de intenciones ambiguas. Y hasta aquí puedo denunciar...





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Happythankyoumoreplease

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Happythankyoumoreplease es una película simpática, buenrrollista, de diálogos ingeniosos que a veces me provocan la sonrisa. Pero es una película que en realidad no me interesa gran cosa. Va de treintañeros muy talentosos y de treintañeras muy guapas que toman decisiones trascendentes mientras se revuelcan en las sábanas, dan largos paseos por las aceras y toman cervezas en los pubs acogedores de Manhattan. Como en una película de Woody Allen, en efecto. 

    Josh Radnor, guionista y director del invento, se ve que es un admirador del maestro. Y es muy estimable, su esfuerzo, y muy valorable, su película. Pero su mensaje me llega muy tarde, y desde muy lejos. Qué tiene uno que ver con Nueva York, y con los jóvenes seductores que allí viven, yo que vivo en la otra punta de la geografía, y en la otra orilla de la edad, y de la apostura. Qué tiene uno en común con las anglosajonas tan hermosas y tan rubias, o tan pelirrojas. En Happythankyoumoreplease reconozco el paisaje urbano de Nueva York, y el paisanaje humano de sus habitantes, pero el universo vital me resbala por la piel, patina por mis meninges, y siento que todo lo que cuenta no me alude, ni me pertenece, en una ósmosis clausurada de mi empatía.

    He vuelto a ver esta película del título insólito sólo porque me tocaba mucho los cojones no recordar nada de su historia, cuando no hace ni cuatro años que la vi en los canales de pago. He regresado a Happythankyoumoreplease para conocer el alcance exacto de mi desmemoria, como en un test psiquiátrico que yo mismo me aplico. Y los resultados han sido preocupantes. La película de Josh Radnor se me había evaporado del recuerdo como si nunca hubiera existido, y sólo la sonrisa de Kate Mara, y la cara de Zoe Kazan, porque soy un romántico incorregible, permanecían indemnes en el despropósito. Los únicos soldados en pie, entre los restos de la matanza.



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Yakuza

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La amistad es un sentimiento más noble que el amor. Más elevado y más duradero. Y sin embargo, en la literatura universal, y en la cinematografía mundial, por cada película dedicada a la amistad hay otras cien que versan sobre el amor y sus mandangas. El amor, despojado de baladas y de trucos comerciales, sólo es el runrún de los genes, el chirrido de su engranaje. Un impulso polinizador que se agota a los pocos meses, o a los pocos años. O a veces ni eso. El amor es el engañabobos de la naturaleza.

    Alguno dirá: la amistad también es un valor ficticio; un impulso cooperativo que viene dictado por el interés calculado de nuestros genes. Y puede que tengan razón, nuestros inteligentes antropólogos... Pero la amistad, estarán conmigo, resiste mejor los análisis y los embates del tiempo. Comparada con el amor, que se fragmenta al menor golpe, que se enturbia con la menor agitación, la amistad, la verdadera amistad, es una roca que sólo la traición o la muerte pueden disgregar.


    En Yakuza, la película de Sidney Pollack, los mafiosos con katana sólo son el marco violento que envuelve una gran historia de amistad. La que mantienen Robert Mitchum -que ha llegado a Japón para negociar un rescate y repartir unas cuantas hostias de paso- y Tanaka Ken, el ninja del gesto hierático al que Mitchum conoció en los tiempos de la ocupación, cuando los americanos se paseaban por las calles de Tokio imponiendo la ley y el orden. Casi tres décadas después, el sentido del honor vuelve a unirles en su lucha contra Tono, jefe del clan yakuza que no se parece ni en las pestañas a Tony Soprano.

   En Yakuza también hay una historia de amor, claro está, porque si no no sería una película de Sideny Pollack. En su regreso a Japón, Mitchum volverá a encontrarse con Eiko, la bella flor de la primavera con la que retozó siendo jovenzuelo, él vestido de militar uniformado y ella de geisha complaciente. Pero esta historia, que al principio parece el motor de la película, rápidamente palidece y se apaga, y el personaje de Eiko pasa a ser un elemento marginal cuando empiezan los katanazos de verdad, y Mitchum agarra la escopeta y el revólver, y Tanaka Ken se despoja de las vestiduras para mostrar sus tatuajes de samurái. Es entonces cuando Yakuza se transforma en un viejo y machirúlico western en el que las mujeres sólo estaban ahí por exigencias del guión, para entretener la espera de los verdaderos asuntos, que son el honor, el deber, la gratitud debida al amigo del alma. 



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Yo, él y Raquel

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"Las chicas hermosas destruyen tu vida. Es un hecho".

    Con esta sentencia del corazón partido comienzan las andanzas de Greg en la película. Greg es un chavalote que apura su último trimestre en el instituto americano. Es un personaje arquetípico que hemos visto cien veces en nuestras pantallas colonizadas por el Imperio: un adolescente tímido, desgarbado, que vive rodeado de amigos frikis y sueña con el amor de la chica guapa del instituto. Ella es Madison, una morenaza de sonrisa sempiterna y cuerpo de vértigo que cada vez que rompe las distancias lo descoloca, y lo aflige, porque sabe que jamás podrá optar a sus favores. Madison, además, tiene la desquiciante costumbre de tocarle el brazo mientras le habla, en un gesto de cercanía que en realidad es un gesto de desprecio, porque a los chicos atractivos ella jamás les tocaría así, y sólo se toma esas confianzas con los feos inofensivos que se harán pajas clandestinas tras oler su perfume.



    Greg sufre por su chica guapa porque es lo que toca a esas edades. Las chicas guapas nos rompen el alma en la adolescencia, cuando comprendemos que no son nuestras, que jamás serán nuestras, y a partir de ahí cada uno lleva su resignación como puede. Pero no es cierto, como afirma Greg, que las mujeres hermosas destrocen nuestra vida. Ellas son el recuerdo diario de que uno no ha nacido para grandes hazañas, ni para grandes conquistas. Pero nada más. Son como una china en el zapato, como un cilicio en el bajo vientre. Las mujeres que traen la verdadera tragedia son las otras, las que la suerte, la necesidad, el amor, quizá, seleccionan para enamorarnos. Son ellas las que van a rompernos el corazón cuando nos dejen, o cuando no tengamos más remedio que dejarlas.  Las chicas como Raquel, la Raquel de la película, la moribunda Raquel de los ojazos que comprenden y sonríen y enfrentan la vida con lucidez. Esas chicas en las que uno nunca se fijaba al pasar, porque sus rostros no brillaban, ni sus pechos rebotaban, ni sus piernas escandalizaban, pero que un buen día, o un mal día, por el azar de una convivencia o de una maldita enfermedad como la de Raquel, se cruzan en nuestra vida para tentarnos con el amor y dejarnos convertidos en guiñapos.

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La familia Savages

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Cuando pasaron por los cines el tráiler de La familia Savages, los responsables de la empresa distribuidora -no sé si de motu propio o si azuzados por los productores americanos- quisieron convencernos de que esto era una comedia en la que dos hermanos se hacían cargo de su anciano padre y corrían mil tribulaciones por las residencias y los asilos. Dos hermanos y un viejais, en lugar de Tres hombres y un bebé

    A uno, la verdad, le extrañaba que Philip Seymour Hoffman participara en semejante proyecto, pero también es verdad que los actores, por lo general, tienen vicios muy caros que pagar, y despensas que llenar con alimentos, como todo hijo de vecino. Es por eso que un año después, cuando pasaron La familia Savages por los canales de pago, uno la descartó como quien espanta una mosca, o ahuyenta un cuñado, porque la vida es breve, y las películas muchas.


    Pero llegó la tarde del gran aburrimiento, de la lluvia en la ventana, y en un acto de suicida le concedí una oportunidad a la película. Y ahí, para mi asombro, y para mi solaz, descubrí que la tontería que el tráiler sugería no era tal. En La familia Savages había humor sí, pero eran cuatro gotas muy dispersas, y muy caras, como de Chanel nº5, puestas ahí para darle respiro a esta historia tristísima, desoladora, del anciano moribundo al que los hermanos tienen que internar en el asilo, azuzados por la culpabilidad, y espantados ante el espejo de la propia muerte. Del mismo modo que en el colegio aprendimos que el reino de las cosas se dividía en animal, vegetal y mineral, en La familia Savages se postula que el reino de las compañías se divide en plantas, animales y seres queridos. Y que cuanto más bajamos en el escalafón de los afectos, menos nos duelen las pérdidas y viceversa. No es casual que Wendy Savage tenga que cuidar al mismo tiempo de su ficus, de su gato y de su padre, para entender la diferencia. 




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Las aventuras de Jeremiah Johnson

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Mientras veíamos El renacido y nos dejábamos seducir por la belleza de los paisajes, y por la épica de las venganzas, los cinéfilos teníamos la molesta sensación de estar viviendo quizá un déjà vu. La película de Iñárritu es notable, y muy digna, asombrosa en un sentido fotográfico. Pero ha nacido con el pecado original de las películas que ya estaban hechas, y muy bien hechas además. 

El mismo año en que nací, hace ya la friolera de cuarenta y cuatro años, Sidney Pollack estrenaba por el mundo alante Las aventuras de Jeremiah Johnson, que es la historia de otro hombre rubio -en este caso Robert Redford- que abandona los pesares de la civilización para adentrarse en las Montañas Rocosas y encontrarse a sí mismo lejos del mundanal ruido. Si en El renacido todo es épico, intenso, trascendental hasta el desgarro, en Las aventuras de Jeremiah Johnson se respira la poesía, el cinismo, el sentido del humor incluso, aunque su guión cuente desgracias parecidas y sus protagonistas se lleven hostiazos similares. Iñárritu quiso hacer una película tan real y tan cruda que la volvió inverosímil, y algo antipática en el recuerdo, mientras que Sidney Pollack, más ligero y menos intenso, consiguió una obra maestra que resiste el paso del tiempo como una roca de las Rocosas.


    Tendrán que pasar otros cuarenta y cuatro años para saber qué poso nos dejará El renacido. Pero creo que entonces, cuando yo ya viva rodeado de jovencitas exuberantes que perdonarán mi rijosidad a cambio de mi riqueza, seguiremos echando la lágrima y la simpatía, por el personaje de Jeremiah Johnson, y no por los desgarros interiores y exteriores del explorador Hugh. Hugh es un tipo colérico, obsesivo: un fulano que domina las artes del sobrevivir con una suficiencia que nos acompleja a los urbanitas. Jeremiah Johnson, en cambio, es un tipo más cercano: un autodidacta de la subsistencia, un morituri en potencia que va aprendiendo los oficios gracias a las enseñanzas de otros tramperos. Un hombre como nosotros, en caso de tal, de convertirnos alguna vez en pastores de los montes o en hippies de los pueblos recolonizados, que es lo más parecido a Jeremiah Johnson que nos queda en los montes de Invernalia. Los hasta-el-culo-de-la-civilización siempre tendríamos al buen Jeremiah en nuestras oraciones, y un póster de su película, decorando la cabaña. 


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Hablar

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España, en agosto, como dice el personaje de Juan Diego Botto en Hablar, echa el cierre. Se paralizan los negocios, las administraciones públicas, y también, durante el día, las bocas parlantes, porque a esas horas hasta las lenguas permanecen quietas, a la sombra del paladar, no sea que el esfuerzo provoque ríos de sudor. Qué va a decir uno, además, cuando el calor sofríe las seseras, y sólo se pueden musitar jaculatorias para que llegue la noche, y ese cabrón amarillo se esconda en el horizonte para decepción de los guiris, y alegría de nosotros, los norteños de Invernalia.

    Hablar, la película de Joaquín Oristrell, está construida en un sólo plano secuencia que persigue a varios personajes en la noche agosteña de Madrid. En el marco incomparable de la plaza de Lavapiés las gentes se buscan, y se rehúyen, y todas buscan una terraza fresquita para tomarse una caña. En tales afanes hablan por doquier, por los codos, y se dicen todo lo que no hablaron durante el día, con la lengua ya cabalgando a rienda suelta. Oristrell ha querido construir un mosaico social, un zoológico hispano, y las historias entrecruzadas aprovechan la circunstancia para criticar el estado actual de las cosas, y llamar a la concienciación, y a la rebeldía de los votantes. 

    Pero esto es agosto, no lo olvidemos, y en agosto las gentes, aunque protesten, están en realidad a otra cosa, porque la cerveza es barata, y las tapas generosas, y las mujeres van muy guapas con sus vestidos livianos. Los extranjeros se deshacen en elogios por nuestro país, que viva el sol y la sangría, y a los españolitos, entre que se dejan seducir por los piropos. y que tienen el cerebro recocido por el sol, la vida ya no les parece tan injusta, ni tan arrastrada. Por eso, en Hablar, también hay historias de amor, y de desamor, y hasta un bailaor que le dedica una seguidilla, o una soleá -que no tengo ni idea- al cobro de un cheque bancario. Porque no todo va a ser follar, como cantaba el maestro Krahe, pero tampoco va a ser todo protestar, que también hay que vivir, y que ver una película de vez en cuando. 


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El desafío: Frost contra Nixon

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¿Se imaginan a Carlos Sobera, en horario de máxima audiencia, preguntándole a José María Aznar por qué mintió sobre las armas de destrucción masiva, o sobre la autoría de ETA en los atentados del 11-M? Pues algo así, aunque parezca ciencia-ficción, fue lo que sucedió en 1977 cuando el periodista David Frost, previo pago de una cantidad indecente, logro que Richard Nixon accediera a ser entrevistado en su retiro de California. Frost era un showman que presentaba programas de variedades en la televisión británica, o en la australiana, según donde surgiera el contrato, y cuando le entró el afán de entrevistar a Richard Nixon nadie se lo tomó demasiado en serio. Tuvo que rascarse hasta la pelusilla de su propio bolsillo para que el dimitido presidente, que al parecer vivía obnubilado por el dinero, accediera a ser interrogado por los asuntos espinosos del Watergate o de la guerra del Vietnam.


    Lo que luego sucedió en "La Casa Pacífica" ya es asunto de dominio público. Y si no lo es, es un spoiler como una casa, así que no voy contar nada de las dialécticas que allí se entrecruzaron. Frost contra Nixon es una gran película, de actores soberbios y de diálogos acerados, y además sale Rebecca Hall en un papel que no aporta nada a la trama, pero que nos deja muy contentos y resalados con su belleza. Sin embargo, uno termina de ver la película con una sensación molesta, porque se nota, se siente, que Ron Howard simpatiza con el expresidente. Tan es así, que no sorprende leer en alguna entrevista que él mismo reconoce haber votado a Tricky Dicky en sus tiempos de latrocinio. Y qué quieren que les diga: simpatizar con un sociópata que ordenó bombardeos masivos sobre la población de Camboya, o alargó una guerra innecesaria por motivos puramente electorales, es una cosa que tiene poca excusa, y muy poco perdón, por mucho que Frank Langella, en portentosa exhibición, acaricie a los perretes o ponga caras de contrición.

    - No tiene ni idea, señor Frost, de lo afortunado que es usted por gustarle la gente. Por gustarle usted a ellos, por tener esa facilidad, esa luminosidad, ese encanto. Yo no los tengo, nunca los he tenido. Me pregunto por qué elegí una vida que dependía de gustar a los demás. Quizá usted debió ser el político, y yo el entrevistador riguroso.


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B

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"Sé fuerte, Luis", escribió don Mariano el día que supimos que un pastel con nuestro dinero se amasaba en los bancos de los suizos. Y Luis, soldado disciplinado, trabajador incansable en la lucha contra los rojos, lo fue: fuerte. Fuerte que te cagas. 

Dos años después, ante el pelotón de periodistas que lo esperaban a la salida de la cárcel, Luis dio testimonio de su obediencia, y entonces se escuchó el gran suspiro en la España como Dios manda, toda pintada de azul. Corrió el champán en los despachos de quienes nos roban la plusvalía y aplauden con las orejas.  Paralelamente, en las tascas del populacho los simpatizantes de don Mariano invitaron a vinos y cañas a todos los parroquianos, incluidos los izquierdistas más recalcitrantes, porque gracias a la intercesión de la Virgen no había sucedido nada grave: sólo una corruptela más de las muchas aisladas. El Partido Popular, vigía de Occidente y salvaguarda de la patria, ejército desarmado de la gente decente, había vuelto a salir indemne de las falsas acusaciones. Bárcenas había sido fuerte, sí, pero es que además no tenía nada que confesar, salvo sus propias travesuras.


    Trece meses antes, sin embargo, estas gentes andaban todas sin uñas, comidas, y sin aliento, acojonados. Después de pasar una temporadita en la cárcel, Luis se presentó ante el juez Ruz dispuesto a largar. En setenta y cinco minutos del más puro minimalismo judicial, la película B cuenta lo que sucedió en aquella comparecencia, que pudo ser histórica y definitiva, pero que al final se quedó en nada.  En B. no hay golpes de efecto ni dramatismos americanos. Ruz pregunta, Bárcenas responde y los abogados intervienen de vez en cuando para aclarar los puntos oscuros. El actor que encarna a Luis Bárcenas, Pedro Casablanc, no guarda parecido alguno con su personaje, pero es como si el pelo a doble color y el traje azul inmaculado le hubieran investido del autocontrol, y de la chulería innata. Ante nuestros ojos se obra el milagro de estar allí, espiando por una mirilla mientras Bárcenas pone en marcha el ventilador y empieza a esparcir mierda por doquier. Sí, los papeles son ciertos, y sí, las donaciones son ilegales, y sí, yo repartía dinerito rico en sobres...

   Pero Luis, de pronto, se hizo fuerte y se paró. En cuestión de segundos, cuando el interrogatorio ya se volvía peligroso, Bárcenas pasó de la memoria de elefante al encogimiento de hombros, y el lanzallamas que amenazaba con quemarlo todo se quedó sin gasofa, bien adiestrado y aconsejado. O bien amenazado, que nunca sabremos.



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El clan

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"La gente que se queda en su casa entretenida en sus cosas rara vez hace daño a nadie: lo trágico de la vida es que en casa la mayoría de la gente se aburre. Y como se aburren, proclaman que quedarse tranquilamente en casa es cosa de cobardes, de egoístas y de malos patriotas".

    Esta sabiduría la escribió hace algunos años Fernando Savater en su Diccionario Filosófico. Y aunque me jode darle la razón a este tonto útil de la derecha, tengo que reconocer que me acuerdo mucho de su aporte. Hoy mismo, sin ir más lejos, mientras veía la película argentina El clan... Cuando Arquímedes Puccio comprendió que la dictadura argentina había terminado, también debió de pensar: "¿Y ahora qué hago yo, aburrido en casa, sin comunistas a los que poder torturar o hacer desaparecer?" Don Arquímedes, que había trabajado fielmente para los militares, de pronto se vio viejo y prescindible. Le quedaban sus hijos, sí, y sus negocios, y la partidita de baraja o de dominó con los compadres. Poca cosa en comparación con la adrenalina del matarile, de la acción paramilitar que había construido una Argentina mejor para las clases pudientes. 

    Si ahora los rojos eran intocables, quedaban, al menos los empresarios con dinero: los tipos que para Arquímedes Puccio habían traicionado al país acojonándose ante la democracia, o apropiándose los dineros necesarios. Y así, sin leer a Fernando Savater, pero igualmente convencido de que quedarse en casa "es cosa  de cobardes, de egoístas y de malos patriotas", don Arquímedes formó una banda criminal con sus viejos camaradas, y con sus propios hijos, que cegados por el dinero o acojonados por su figura no supieron negarse a este negocio de secuestros y extorsiones.

    Es una película escalofriante, El clan. Lo peor del ser humano expuesto en una carnicería del alma: casquería de psicópatas, magro de megalómanos, filetes de avariciosos... Y la sangre, claro, la voz de la sangre, que todo lo justifica y todo lo perdona, hecha morcillas. 




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The visitor

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Son tantas ya, las películas, y tantas, las noticias, que a veces la realidad se cruza con la ficción y ambas se anudan, y se persiguen, y uno ya no sabe si está viendo la película que escogió o el telediario que todavía no ha terminado.

    La noche pasada, por ejemplo, yo estaba viendo otra vez The visitor. Por las catacumbas de mi memoria vagaba el fantasma de Richard Jenkins tocando el djembé en un parque de Nueva York,  sacándose unas pelas innecesarias porque él era un importante profesor de universidad, o algo así. De hecho, en mi tontuna, en mi desgracia neuronal, yo creía recordar que The visitor era la historia de un hombre maduro que se adentraba en el misterio de la música para sentirse vivo de nuevo, como Nanni Moretti en Caro Diario.

    Pero The visitor no iba de eso. Por un azar del destino, el personaje de Richard Jenkins conoce a una pareja que vive sin papeles en Estados Unidos. Ella, senegalesa, vende baratijas en el rastrillo, y él, sirio, toca el djembé en los garitos nocturnos. La desgracia de Tarek es que además de ser sirio tiene cara de sirio, y eso, en Estados Unidos, después del 11-S, es un terrible problema que te puede costar caro si no llevas los papeles en regla, y a ser posible entre los dientes, para cuando te los exija el sheriff armado de turno. Son cosas de los americanos -piensa uno al acostarse- tan insensibles y paranoicos. Pero pocas horas después, al despertar, uno desayuna con la noticia de que están empezando las deportaciones pactadas por la UE. Los están barriendo, literalmente, a los refugiados sirios, como quien barre bichos de la cocina hacia las fronteras de Turquía.  Era una vergüenza lo que ocurría en The visitor, y es una vergüenza lo que está ocurriendo esta misma mañana nueve años después de la película, al otro lado del mar, sin que el papel de los malos lo desempeñen unos americanos de expresión hosca y gatillo fácil. 



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Vías cruzadas

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Ocho años antes de jugarse el pellejo en Juego de Tronos, Tyrion Lannister llevaba una vida secreta vendiendo trenes de juguete junto al anciano Henry, en la vieja tienda del barrio. Una mala tarde de las que anunciaba Chiquito de la Calzada, Henry fallece de un infarto, y Tyrion Lannister se ve obligado a cambiar de aires y de menesteres. El viejo Henry, que no le olvidó en sus últimas voluntades, le ha legado un cuchitril que hace las veces de apeadero en medio de la nada, al lado de una vía férrea que atraviesa el estado de New Jersey. Con una mano delante y otra detrás, Peter Dinklage tendrá, al menos, el consuelo de ver pasar los trenes. Igual que otros matamos el aburrimiento viendo películas o aficionándonos a cualquier deporte que pasen por la tele, nuestro personaje salva los días estudiando los mil pormenores de los ferrocarriles norteamericanos, como un idiot savant que en este caso no tiene nada de incapacitado. 

    Cuando todo hace presagiar un futuro de anacoreta obsesivo, aparecen en el apeadero dos personajes que también caminan sin brújula por la existencia, y que van a fraguar una bonita amistad con sabor final a ménage à trois: un vendedor de truck food que se ha buscado la peor ubicación comercial del planeta, y una mujer en fase depresiva que siempre pasa por allí camino de sus quehaceres, atropellando a los viandantes con sus antológicos despistes al volante. Es por eso que aquí en España, sin desviarse mucho de la sustancia, alguien tuvo la feliz ocurrencia de titular la película Vías cruzadas, porque lo que sucede en el apeadero es que tres trenes que vagaban sin horario y sin rumbo colisionan amigablemente para fundirse en un abrazo, y reposar el amasijo de hierros lamiéndose las heridas, y escuchándose las penas. Una bonita y tontorrona historia de amistad con la que empezó a hacer fortuna Thomas McCarthy, el tipo que nos regaló la mejor película del año, Spotlight, de la que todavía se habla largo y tendido en los conciliábulos cinéfilos y anticlericales. Le tenemos muy presente en nuestras oraciones, a don Thomas.




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