Andrea Suárez

Hasta hace una semana, mi mundo particular y el mundo de las películas eran dos universos incomunicados. Entre mi habitación y la ficción mediaba una pantalla de cristal tan resistente como el muro de una presa. Una puerta de acceso al más allá que sólo podía traspasarse en un sentido, saltando desde mi sofá hacia la pantalla, pero nunca al revés, como hizo el explorador Tom Baxter en La Rosa Púrpura de El Cairo ante la expresión boquiabierta de Mia Farrow.



         Andrea Suárez, la actriz argentina que yo piropeara con motivo de la película Bombón, el perro, no ha cruzado la pantalla para hacerse presente en mi habitación. De lo contrario, yo ahora estaría en el manicomio provincial dando gritos en la celda acolchada, jurando y perjurando que la electricidad estática se hizo carne y milagro. Andrea, con la tecnología disponible en el siglo XXI, ha aprovechado la sección Comentarios de mi blog para agradecerme la mención con cortesía. Antes, pobrecica, habrá tenido que quitarle las telarañas a ese rincón tan poco frecuentando, cosa que le agradezco por añadidura. 

   Al principio pensé que se trataba de algún bromista que usurpaba su identidad para reírse de mí, tan inocente como soy. Lo que escribo, y cómo lo escribo, es un material muy dado a la chanza. Sin embargo, el tono de nuestra conversación parecía muy alejado de las intenciones de cualquier garrulo imitador. Andrea, tan guapa como correcta, se ha limitado a saludar, a contar que le gustaría volver al mundillo de la cámaras, y a decirme, con suma educación, que no le gusta mucho la foto que yo elegí para retratarla: aquella sonrisa imborrable de la mochilera que viajaba por la Patagonia. He querido borrarla, para satisfacción de su dueña, pero en el último momento, rendido ante su belleza, el dedo índice se ha negado a ejecutar la acción. Su rostro risueño y juvenil ya es un icono emblemático de estos escritos. Una de las caras más hermosas que lo decoran y lo dignifican. Los lectores repudian mi escritura, o se aburren con ella, pero sé que el fotograma de Andrea, cuando lo descubren por casualidad, o cuando lo buscan con curiosidad, les reconforta de sus pesares. Ella es tan radiante, y tan bella… Usted, querida Andrea, me comprenderá, y me perdonará. 


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¡Olvídate de mí!

🌟🌟🌟🌟🌟

El eterno resplandor de la mente inmaculada es uno de los sueños inalcanzados del ser humano. The eternal sunshine of the spottless mind, que dijo el poeta. El alivio de la mente sin recuerdos, de la memoria despojada de pesares. Quién tuviera, ay, acceso a su propio trastero, para quemar los rastrojos y convertirlos en humo; no volver a recordar el rostro, la voz, la nota de despedida. La sonrisa que se tornó en desplante. Para estos menesteres del olvido sólo tenemos el alcohol, que arrasa cualquier recuerdo sin distinción, como una mala quimioterapia de la uva. Y el tiempo, claro, el tiempo, que ni siquiera es un invento nuestro, y que en realidad no sabe olvidar, el muy inútil: sólo tapar, maquillar, añadir capas y capas de recuerdos sobre la herida supurante. Un tonto del culo que pone filtros de color sepia a fotografías que no sabe borrar.

      En The eternal sunshine of the spotless mind, Jim Carrey acude a la consulta del doctor Mierzwiak para que le sea extirpado, neurológicamente, de una vez para siempre, el recuerdo de Clementine, la extraña mujer con la que compartió la gran felicidad y el gran pesar. Unos electrodos rastrearán la presencia de Clementine en cada rincón de su cerebro para eliminarla imagen a imagen, conversación a conversación, hasta convertirla en una total desconocida. The eternal sunshine of the spotless mind se tradujo en España con un irrespetuoso ¡Olvídate de mí! que nos vendía una comedia loca y no una reflexión única sobre el amor y el desamor, el olvido y la memoria. Sobre el desencuentro entre hombres y mujeres que sin embargo viven abocados a entenderse. Algún imbécil patrio vio a Jim Carrey en el póster promocional y pensó: “otra majadería de chistes malos y mandíbulas desencajadas”. Diez años después todavía me encuentro a gente que me dice: “¡Hostia, sí, la vi! ¡Y lo que me reí!” ¿Reírse? ¿En ¡Olvídate de mí!? O no la han visto, y mienten, o sí la vieron, y son gilipollas perdidos. En cualquier caso, ojalá pudiera borrarlos de mi memoria. A ellos, y a otros muchos. The eternal sunshine of the spotless mind…

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Bernie

🌟🌟🌟

Cuando supimos que los hermanos Coen habían ambientado No es país para viejos en Texas, nosotros, sus adoradores, celebramos por anticipado otro Fargo situado más al sur, allá donde los cactus y los secarrales. Un capítulo especial de Los Simpson con Cletus y su familia, ejerciendo de protagonistas. Los Coen, sin embargo, optaron por hacer una película negra, enredosa, muy alejada de las nieves de Minnesota. 

       Cuatro años después, Richard Linklater se trajo las cámaras a Texas para rodar Bernie, una tragicomedia que bien podrían haber firmado los Coen. El asesinato es una cosa muy seria, y más si se trata de un crimen real, perpetrado en la década de los noventa. Pero hay formas de abordarlo que siendo respetuosas te arrancan la sonrisa malvada, y hacen que su relato no sea un telefilm plano de Antena 3, con sus buenazos de mazapán y sus malosos de pacotilla. Con su intriga de músicas chirriantes y su verborrea judicial de abogados y fiscales. Linklater encomienda su suerte al formato mockumentary, tan de moda en estos tiempos, mezclando lo real con lo ficticio en una sopa indistinguible de comedia negra y realidad macabra. Los verdaderos protagonistas de Bernie no son sus actores principales, que lo bordan, sino las gentes del pueblo que aportan sus testimonios. Una especie de Texas Directo en el que nunca sabes si tratas con un actor o con una persona real. Gentes llanas, por decirlo respetuosamente, que opinan del crimen a su aire, sin prejuicios, pasándose las leyes por el forro del pantalón tejano. Un patio de verduleras donde se opina con las tripas, según la simpatía o la antipatía del personal. Casi un trocito de nuestra reseca España, como si no hubiésemos dejado el taxi con la Cope y el bar con la baraja. La maruja con la bolsa de la compra y el jubilado con el palillo entre los dientes. España y Texas, tan cerca y tan lejos. 






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Tootsie

🌟🌟🌟🌟🌟

Ahora que los días son tan cortos, uno sale a caminar por las veredas y la oscuridad se echa encima sin dar tiempo a quemar la lorza, que sonríe satisfecha, la muy hija de puta. Cae la neblina en los caminos de La Pedanía, y uno, casi sin darse cuenta, se aventura por los rincones más sentimentales del ipod, donde se canta al desamor o a la imposibilidad del romance. De pronto, al inicio de una lista de reproducción,  me descubro tarareando It might be you, la canción de Stephen Bishop que sonaba en los títulos finales de Tootsie.

Something's telling me it might be you.
It's telling me it might be you...

      "Algo me dice que podrías ser tú...", sonaba en la cabeza de Dustin Hoffman cuando miraba a Jessica Lange y no podía creerse tanta hermosura. Una belleza anglosajónica que yo tampoco podía creerme allá en el cine de León, con once añitos boquiabiertos y confundidos. Jessica Lange -o más bien la enfermera Julie- fue mi primer gran amor. En una sala de cine, y también en la vida misma. Las películas siempre han ido por delante, en esto como en todo. La vida, mi vida, sólo ha sido la impaciente espera entre una ficción y otra.

         Lo que yo sentí aquella noche por Jessica Lange -un revoltijo desconocido en los intestinos, una fijación obsesiva de la mirada, una extraña electricidad en los genitales- nunca lo había sentido por una vecina del barrio (todas tan mayores), ni por una profesora del cole (todas tan feas, ) ni por una compañera de clase, que no existían en el apartheid masculino de los curas. Igual que tengo a Natalie Portman en el retablo de mis oraciones, podría tener una foto de Jessica Lange con su cofia de enfermera, pues ella fue el origen lejano de este blog, donde cuento al detalle mis sueños con las actrices hermosas, y dejo entrevelados, por si acaso, mis desamores con las mujeres reales, que son desengaños de vodevil a medio camino de la tristeza y el esperpento. Tootsie, para míno es sólo una comedia clásica por la que no pasa el tiempo: es, sobre todo, un homenaje que ya le debía a Jessica Lange, la amada fundadora.



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Pasolini

🌟🌟

Cuando los demás hombres presumen de conducir a toda hostia o de echar dos polvos sin sacarla, uno, que está muy lejos de tales heroicidades del organismo, ha de sostener su masculinidad presumiendo de una amplia cultura forjada en los libros y en las películas. Es el único mérito que me adorna ante las mujeres, pero es un valor hueco, falso, que va perdiendo cada día más materia, como un bloque de hielo en Groenlandia. Tampoco mis amigos conducen tan rápido como dicen, ni eyaculan dos veces seguidas sin tomarse un Kit Kat entre medias. Pero con ellos hay que llegar muy lejos para darse cuenta de la engañifa. Conmigo, si la damisela es un poco perspicaz, basta un café a media tarde para descubrir al farsante que se esconde tras el mago de Oz.

      Hoy, por ejemplo, antes de ver la película Pasolini, me he preguntado a mí mismo: ¿qué sé yo, realmente, de Pasolini? ¿Qué supuestos conocimientos, de alta prosapia intelectual, me han conducido a esta película? De Pasolini, para empezar, uno ya no estaba seguro ni del nombre, que he consultado en la Wikipedia para no poner la ese doble, o la ele doble, en esa ortografía italiana tan enredosa. Luego, en un momento de sudores fríos, casi he confundido a Pasolini con Rossellini, el otro director italiano, éste sí con dobles grafías en el apellido. Pasolini, no jodamos, era el intelectual de las gafas de pasta, el homosexual militante, el cineasta provocador. El marxista que tendió la mano al catolicismo para construir una Italia sobre valores compartidos. Pasolini era el hombre al que homenajeaba Nanni Moretti en Caro Diario; el poeta que fue asesinado a golpes en un descampado de la playa de Ostia en un crimen todavía no esclarecido. Hasta aquí no veníamos mal, con el autoexamen de Pasolini. Un aprobado justito. 

Pero luego, al comenzar la película, he querido recordar el título de alguna de sus películas, yo que voy de cinéfilo por la vida, y no he sabido citarme ni una sola. Estaba aquella de la vida de Jesús en blanco y negro, y aquella otra de Totó paseando con el paraguas, y una muy rara de fascistas en la República de Saló dándose por el culo mucho rato. Retazos, imágenes, detritus de antiguas cinefilias que se quedaron en nada, en los tiempos de la juventud. Cuánto he olvidado, y cuán bajo he caído.

         He visto Pasolini con las orejas de burro, avergonzado por mi ignorancia, pero al mismo tiempo deseoso de recuperar la asignatura. El problema es que la película sólo habla para los enterados, y es, además, insoportable, petulante, mitad realidad y mitad simbolismo. Una película para intelectuales de verdad, de los que fuman en pipa y hacen juegos de palabras entre "mitificación" y "mistificación", mientras yo me rasco la cabeza y me ajusto pensativo las gafas de pasta. Lo único auténtico que hay en mi pose. 




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Broken flowers

🌟🌟🌟🌟

En Broken flowers, Bill Murray es un macho alfa de edad otoñal que está dando sus últimos coletazos con las mujeres. Forrado de dólares gracias a sus negocios, vive un ocio permanente de música y televisión, paseos por el barrio y conversaciones con los vecinos. Aunque le descubrimos abandonado por su última conquista -una Julie Delpy tan guapa y resalada como siempre- Bill no parece muy afectado por la soledad. A los machos como él les basta con chascar los dedos para materializar otra mujer al instante, más guapa si cabe aún que la anterior. Antes de que la sustituta de Julie ocupe su lugar, Bill pone cara de mustio, coge postura fetal en el sofá y se dispone a sufrir dos o tres días de melancolía, como quien pasa una gripe, o una molesta migraña.

        Pero esta vez su tristeza va a ser más profunda. En una carta anónima enviada por una examante, Bill recibe la noticia de que es padre ignorante de un muchacho de veinte años, fruto de la antigua pasión. Y de que el retoño, emancipado y resoluto, piensa presentarse en casa para conocerle. A Bill, de repente, le caen los años como losas. Encanece en una mañana lo que no encaneció en dos décadas de fogosas aventuras. Había algo de autoengaño en esa paternidad nunca estrenada, como si  la juventud se preservara por sí sola a fuerza de no germinar  En fin, las cosas de Bill; las cosas de los machos triunfantes.

    Los que hemos vivido aventuras sexuales más bien lamentables, o no hemos vivido ninguna en absoluto, no vivimos preocupados por los hijos desconocidos que turbarán nuestra paz monacal. Nos descojonaríamos de la risa, si una despistada, o una picapleitos, apareciera en nuestra vida para acusarnos de una preñez, en una fiesta loca del trabajo, o en una madrugada confusa de los amigotes. Al contrario que Bill en Broken flowers, nosotros, los desheredados del folleteo, recordamos cada polvo y cada no-polvo con una memoria fidedigna. Por escasos, y por históricos. Vivimos muy tranquilos, en ese aspecto. Alguna ventaja habría que sacar de este celibato no consentido.



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La venganza de los Sith

🌟🌟🌟🌟

Yo, qué quieren que les diga, comprendo muy bien a Anakin Skywalker. Las fechorías que lo condujeron a convertirse en Darth Vader también las hubiese perpetrado yo, si la vida de Natalie, enamorada de mí, hubiese corrido peligro. Yo no me habría cargado a los chavalines de la escuela Jedi, eso no, pero habría aprovechado el desconcierto para darles un cachete en el culo con mi espada láser, por sabihondos y repipis. En todo lo demás, me hubiera puesto a disposición plena del lord Sith, para lo que gustase mandar. 

            Qué más da, la jornada laboral, si por la noche te espera la bella Padmé con la cena hecha y el sofá caliente para ver la película. Qué más da si ahí fuera rige un Imperio o una República, una dictadura de los Sith o una democracia de los Jedi. Al cuerno con la galaxia. Anakin, como buen funcionario al servicio del gobierno, sabe que las horas hay que echarlas igual, repartiendo espadazos a cualquiera que monte la algarabía. En el momento cumbre de La venganza de los Sith, cuando duda entre salvar al senador Palpatine o al maestro Windu, el futuro Darth Vader tiene un momento de lucidez y piensa: para lo que me van a pagar, lo mismo me da Maroto que el de la moto, con el añadido de que Maroto tiene el secreto de la inmortalidad. Nos ha jodido. Así planteado, no sé dónde está el mal, ni la caída en el lado oscuro. Lo de Anakin es puro romanticismo, puro fervor del corazón traspasado. Yo, desde luego, tratándose de Natalie Portman, me hubiera vestido de negro sin pensarlo. Ande yo caliente, ríase la gente.


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El ataque de los clones

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El ataque de los clones es una película infumable. Sí, queridos amigos galácticos: hay que reconocerlo. Y que conste que yo soy uno de los vuestros, infantilizado como el que más. Un veterano de las fanfarrias imperiales. Yo conocí al maestro Yoda cuando ninguno de los dos era aún un viejo verde. No os digo más. A friki no hay quien me gane. A cuarentón inmaduro no tengo rival en muchos pársecs a la redonda. Pero es que el Episodio II, dejémonos de vainas, no hay por dónde cogerlo. Es un despropósito que tiene estética de videojuego en las peleas, y cursilería de culebrón en los amoríos. Los momentos más ridículos de la sexalogía se han reunido en esta tontería de la sexología, mayúscula, para cargar de razones a los odiadores. No seré yo quien detalle tales absurdos, y mucho menos en este blog. Que sean otros, los enemigos de la República, los que no creen en la Fuerza de los midiclorianos, quienes saquen los trapos a la luz. Que hagan ellos el trabajo sucio de avergonzarnos.

Pero que no me toquen, ay, a Natalie Portman. Que no se atrevan a rozarla ni un pelo. Por ahí sí que no paso. Que despellejen la película entera si quieren, pero que dejen en paz a Natalie. Qué va a hacer ella, la pobre, entre tanto despropósito. Le dicen que dispare su rayo láser o que aguante las poesías de Anakin Skywalker, y ella, como gran profesional que es, obedece las consignas sin rechistar, riéndose por dentro de tanta astracanada. En alguna escena especialmente lamentable se nota que Natalie se distancia, que se ausenta. Lo que algunos toman por interpretación de la languidez, yo, que la conozco muy bien, sé que es una ausencia que viaja muy lejos, soñando con el drama serio que habrá de otorgarle un Oscar. Absteneos, pues, servidores del Sith, de mancillar su presencia, o su  trabajo, o su hermosura. Su resalada pequeñez es el único nutriente en esta sopa de disparos y persecuciones, de esgrimas y sandeces. Y que los dioses antiguos me pillen confesado.



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Inconscientes

🌟🌟🌟

Si hacemos caso de lo que cuenta la película Inconscientes, Sigmund Freud, cuando visitó España allá por el reinado de Alfonso XIII, puso nuestra sexualidad celtibérica patas arriba. Proletarios y campesinos procreaban como si tal cosa, a la buena de Dios, dejando que el azar seleccionara las eyaculaciones fructíferas. Y a otra cosa, mariposa: a las patatas, o a las herramientas, sin darle más vueltas al asunto. 

    En las clases ilustradas, sin embargo, las enseñanzas de Freud crearon un revuelo mayúsculo. Los muy católicos pensadores pusieron el grito en el cielo, y recomendaron al señor cura que advirtiera del fuego eterno en la próxima homilía. Pero otros, los más agnósticos, los más abiertos a las influencias europeas, se tomaron muy en serio los significados ocultos de la sexualidad. Sólo un católico cerril –si es que tal cosa no es un pleonasmo- podía negar que detrás de los genitales había un mundo de simbolismos, de significados, que don Sigmund fue el primero en descubrir y categorizar.

      En ese clima de sexualidad desbordada, el psiquiatra al que da vida Àlex Brendemühl en Inconscientes se vuelve loco con las lecturas del psicoanálisis, recién traducido y publicado. Él, que vivía tan feliz con sus polvos de burgués, con su personalidad sin ellos ni superyós, se descubre de pronto un hombre complejo y atormentado. Como dice el Eclesiastés, “en la mucha sabiduría hay mucha molestia”. Leyendo libros sobre neuróticos, el psiquiatra se convirtió en uno de ellos. Como Alonso Quijano se transformó en don Quijote, leyendo libros de caballerías. Como quien esto escribe, mismamente, que también leyó a don Sigmund Freud en la juventud y comenzó un auto-psicoanálisis que todavía dura, sin grandes resultados, convirtiéndose en paciente de sí mismo.

        Mil libros más tarde, he descubierto muchas piezas de mi puzzle, pero están mezcladas, y no casan bien, y el retrato que va saliendo es más bien tristón y lamentable. Hubiera sido mejor no empezar, no saber, vivir en la ignorancia de los defectos y las limitaciones. De las turbulencias del espíritu. Vivir como un idiota feliz. 




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Mandarinas

🌟🌟

El título más adecuado para estos tiempos del desamor hubiera sido Calabazas. O Naranjas de la China. Pero estas frutas no existen en el supermercado de la cinefilia. Lo más parecido que encontré fue Mandarinas, una película estonia que venía muy recomendada por la crítica, y que tal vez guardaba fructíferas enseñanzas sobre las mujeres. Al fin y al cabo, las mandarinas, como las calabazas, o las naranjas de la china, comparten un cierto color, y una cierta forma. Y muchas aes, también.

     Mandarinas, sin embargo, no tiene nada que ver con los corazones rotos, y sí, mucho, con los corazones baleados, en las guerras del Cáucaso. En hora y media de metraje no aparece ni una sola mujer, ni un solo amante defraudado. Ni rastro de las penas de amor que uno buscaba, con un cuaderno sobre las rodillas y un bolígrafo entre los dedos, para tomar notas de aprendizaje. Porque lo mismo se aprende de los errores propios que de los errores ajenos, aunque los primeros, por descontado, escuezan mucho más, y te quiten el hambre y las ganas de sonreír.  Las mandarinas del título sólo son eso, mandarinas, humildes frutos sin significado peyorativo.

       El protagonista de la película es Ivo, un carpintero que allá en el Cáucaso fabrica cajas de madera para recoger el fruto. Tan simple y tan banal. Ivo es un venerable anciano que oye silbar las balas mientras trajina con sus herramientas, ajeno al conflicto. Él es estonio, y estoico, un hombre civilizado del norte que contempla con escepticismo el rifirrafe secular de esas tierras montañosas. Un embrollo étnico de muy mala solución. Mandarinas es una película de mensaje pacifista, humanista, tan bienintencionada como aburrida. Nada que ver con las guerras del amor, que son universales, y que también matan lo suyo, aunque lo hacen en silencio, muy poco a poco, desecándonos por dentro, hasta convertirnos en guiñapos.


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El mundo sigue

🌟🌟🌟

El destino es un hijo de puta muy cruel. Un bromista pesado, en el mejor de los casos. Pero esta vez no ha sido culpa suya, sino mía. He sido yo quien no debería haber elegido una película titulada El mundo sigue, porque lo último que deseo ahora es que el mundo siga, tal como lo conozco. El mundo exterior, digo, ahora que andamos de politiqueo, y el mundo interior también, ahora que todo son ruinas y el arquitecto no aparece por ningún sitio.

    Pero me ardía, la curiosidad. Uno había leído tantas alabanzas sobre la película perdida de Fernando Fernán Gómez, que mi cinefilia ya se comía las uñas de los nervios.Y luego estaba el título, claro, tan sugestivo: El mundo sigue. Porque el mundo de los pobres, como demuestra la película, sigue calcadito medio siglo después. Ahora que los sociópatas encorbatados cacarean la recuperación económica, no estaba de más regresar a los tiempos del "milagro español", que fue otra estafa revestida de oropel. Entonces fue el seiscientos -como ahora es la tecnología- el engañabobos de los desheredados. Por debajo del consumismo idiota sigue el estado lamentable de los servicios públicos. España es una estafa, una parodia, un teatrillo que han montado cuatro liantes para distraernos, mientras sus compinches nos roban la cartera. No olvidemos que ahora gobiernan los nietos de quienes nos mangoneaban entonces, con el crucifijo en una mano y la metralleta en la otra. La misma sangre avarienta y desdeñosa.

     Más allá de esta soflama de tiempos electorales, la película ha sido una pequeña decepción. Tanta expectación ha terminado en una tortícolis de mis músculos oculares, que andaban entre la pantalla, el teléfono móvil y el reloj que nunca avanzaba. El mundo sigue es la adaptación de una obra teatral que nadie se tomó la molestia de pulir. De nuevo esa manía de confundir el cine con las tablas, tan propia de creadores como Fernán Gómez, que se ganaban la vida en ambos negocios. El cine, o es verosímil, o no es nada. Los diálogos tienen que ser llanos y accesibles, y estos desgraciados de El mundo sigue recitan a Shakespeare en cada tribulación, a Calderón de la Barca en cada desengaño. Y así, literarios, y excesivos, ya no son personajes con los que uno pueda empatizar, sino actores que declaman fuera de un contexto. Muy ridículo todo. Una pena.




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