Guerra Mundial Z

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Lo más terrorífico de Guerra Mundial Z no es la parte de ficción, sino el documento de realidad, que viene insertado, y que ocupa los primeros minutos del metraje. No dan miedo los zombis hiperactivos (que al fin y al cabo son actores que descoyuntan la mandíbula y hacen el grito sordo de Ignatius Farray) sino las imágenes, reales y tristísimas, que acompañan los títulos de crédito. En ellas vemos al ser humano ensuciando las aguas, arrasando las vegetaciones, exterminando las especies. Un ejército de cucarachas bípedas que lo devora todo a su paso, que crece y se multiplica siguiendo el mandato de la Biblia. En mala hora pronunció Yahvé semejante orden taxativa. Podría haber dicho “reproducíos con criterio, con responsabilidad, según el lugar y el momento”, pero prefirió dejar el versículo mondo y lirondo, sin complementos circunstanciales, ni atenuantes de ningún tipo, convirtiendo en pecado mortal cualquier desviación del chorromoco, que diría el gran Pepe Colubi.


       Hace dos siglos que vivimos con la espada de Damocles sobre nuestras cabezas, desde que Thomas Malthus hiciera sus cálculos y concluyera que nuestra expansión geométrica se zamparía los recursos del planeta. La ciencia nos ha echado una mano para combatir esta vorágine de seres humanos que follan como Dios manda, pero la catástrofe maltusiana es una profecía que tarde o temprano se verá cumplida. Es quizá por eso que Guerra Mundial Z, como todas las películas de catástrofes donde la espicha medio planeta, tienen algo de catarsis, de sensación de limpieza. Son películas de terror, pero en realidad son de venganza, de la Tierra contra sus ensuciadores, sus repobladores, sus especies parasitarias.



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