La cosecha de hielo

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Hace ocho años, cuando este sofá tenía ocho muelles más y soportaba ocho kilos menos, La cosecha de hielo me pareció una película ingeniosa, con unos diálogos chispeantes y una femme fatale, Connie Nielsen, de quitar el hipo y cantar todos juntos viva Dinamarca y la madre que la parió. Hoy, sin embargo, en este homenaje a la memoria de Harold Ramis, me he quedado tan frío como la cosecha de marras. Serán los kilos de más, que me incomodan, o los muelles de menos, que ya no me sustentan el culo. Sólo la señorita Nielsen, en la flor espléndida de sus cuarenta coronas, ha caldeado un poco estas nórdicas heladas de la madrugada. Y eso que esta vez, quizá porque me he vuelto un maniático con los detalles, o quizá porque llevo las gafas mejor graduadas que antaño, he encontrado en su rostrojutlándico  unas arrugas y unas patas de gallo que a punto han estado de aguarme la fiesta. Peccata minuta, en cualquier cosa, si hablamos de su belleza apabullante. ¡La encarnación mortal de Jessica Rabbit!, nada más y nada menos, con ese peinado de los años cuarenta y esos labios de rojo fuego que gritaban bésame, o cómeme, o las dos cosas a la vez.


Tal vez la película se ha quedado vieja, o yo me he vuelto muy quisquilloso, pero hoy los diálogos me han sonado forzados, literarios, como de personajes de novela que siempren tienen la frase exacta, el ingenio preciso, incluso encañonados por un revólver o atravesados por un puñal. Una cosa que podrías tragarte en las novelas, o en los westerns de la época, pero no ahora, que los espectadores nos hemos vuelto muy exigentes con la veracidad. Queda la excusa de que La cosecha de hielo quiere jugar la baza de la comedia, del intermezzo tarantiniano que divaga entre chistes y ocurrencias mientras se aproximan las matanzas. Pero estas cosas sólo las clava el entrañable frentón. Y Guy Ritchie, quizá, en sus primeros tiempos de los mafiosos deslenguados, antes de que Madonna le sorbiera los tuétanos, y más cosas, en las batallas de la cama. 



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