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Max, mi homínido interior, al que algunos lectores veteranos recordarán de otros escarceos sexuales y peliculeros, tarda mucho en reaccionar cuando la actriz que uno recordaba bellísima aparece en pantalla afeada, desastrada, maquillada de mujer mortal por exigencias del guion.
En Alma salvaje, que es una road movie con pocas carreteras y muchos senderos, Reese Witherspoon recorre los dos mil kilómetros que separan México de Canadá atravesando desiertos resecos, pasos de montaña, pueblos de paletos muy parecidos a Cletus el de Los Simpson. Max empieza muy excitado la función, porque Reese, en los compases iniciales, es nuestra querida Reese de toda la vida, tan rubia, tan pequeñita, tan morbosamente deseable. Sin embargo, nuestra heroína tarda pocos fotogramas en llenarse de barro, de polvo, de cicatrices que arañan su cara de sempiterna adolescente. Además, para interpretar a su personaje -que es una pelandusca y una drogadicta en busca de redención por el camino de Santiago- Reese frunce mucho el ceño, y se pone adusta, y pensativa, y hasta un poco fea, y Max se rasca la cabeza desorientado.
Alma
salvaje es muy entretenida
cuando Reese avanza decidida por los paisajes de
Norteamérica, que son bellísimos y realmente salvajes, casi como si el hombre
blanco, o la mujer blanquísima, los estuviera pisando por primera vez. Pero el
director de la función es un pesado de mucho cuidado, y convierte en truño cualquier oro que le confían. Él prefiere atormentarnos
con flashbacks que nos arrancan del paisaje para depositarnos en las
habitaciones de hotel donde Reese se pincha la heroína, o se deja follar por
tipejos desdentados. Uno quiere volver rápidamente a las montañas, a los secarrales, a los bosques de coníferas que
te dan la bienvenida cuando atraviesas la frontera de Oregón. Pero Jean-Marc,
que busca su propio destino, y Nick Hornby, que lo sacas del fútbol y se nos
pierde en florituras, han decidido que no, que lo importante es lo que Reese
recuerda, y no lo que Reese contempla. Un viaje psicológico y trascendente para el que no se necesitaban tantas alforjas.
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