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Para mi extrañeza de cinéfilo poco convencional, cuando
se habla del añorado Harold nadie se acuerda de Mis dobles, mi mujer y yo, que en inglés llevaba el más corto y
bonito título de Multiplicity. Debemos
de ser muy pocos los que adoramos esta comedia absurda de planteamiento
singular. En ella, Michael Keaton, superado por el ritmo frenético de sus
jornadas, se fabrica tres clones de sí mismo para atender sus obligaciones cotidianas:
el trabajo de contratista, el cuidado de los retoños y las atenciones
románticas a su exigente esposa. Mientras sus clones van a la oficina, cocinan
el pavo o discuten con la parienta, él se toma unas vacaciones de su propia
vida jugando al golf o navegando por la costa del Pacífico. Su dejación de
funciones tendrá, obviamente, consecuencias catastróficas, porque sus clones,
por muy clones que sean, tienen carácter propio, y deseos personales, y no
siempre se coordinan muy bien a la hora de sustituirse.
Multiplicity es
una comedia de estilo clásico, con patochadas de slapstick, confusión de
identidades y puertas que se abren y se cierran al modo de Lubitsch. No es una
película perfecta, porque a veces cae en el humor simplón, y su mensaje matrimonial
rezuma catecismo por los cuatro versículos. Pero Michael Keaton está perfecto
en sus cuatro papeles, Andie MacDowell rebosa belleza en la flor de su edad, y
la idea de clonarse es tan atractiva que uno se pasa toda la pelicula dándole
vueltas. Por supuesto que estaría bien disponer de varios yos que aligeraran la
fatigosa tarea de vivir. De las versiones más simples de la felicidad no nos
separa ni el amor ni el dinero. A los pobres de espíritu, y a los pobres de bolsillo, nos bastaría con
disponer de dos horas más al día, limpias de polvo y paja como deseaba Bukowski
en sus diarios. Sólo con que un clon bajara al supermercado, me hiciera las
comidas, fregara los platos y aguantara a los pelmazos, ya tendría
yo dos horas extra para ver otra película, o apuntarme al gimansio de la esquina. Podría, incluso, poner un clon
a escribir este diario, y pasarle mis impresiones a través de un
bluetooth, o de una conexión interneuronal, y ya sólo dedicarme al placer del
visionado, sin pensamientos ni escrituras, sólo el nirvana del abandono
completo, de la dimisión absoluta.