Loreak

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Ane, que es una mujer vasca en miniatura, con una belleza extraña y algo marchita, recibe todos los jueves un ramo de flores. Loreak, en euskera, significa flores. Ane es una mujer casada, y su marido, que está pasando la crisis de los cuarenta y sólo sueña con jovencitas tumbadas sobre su cama, niega cualquier responsabilidad en el asunto. Los ramos vienen sin mensaje ni remitente, y las empleadas de la floristería, sometidas al interrogatorio, hablan de un hombre normal, sin facciones definidas, que un día pasó por allí e hizo el encargo del envío regular.

            Así expuesta, Loreak parece la historia de un cortejo amoroso, con sus flores anónimas, su miradas escurridizas, sus encuentros casuales en la cafetería o en el trabajo. Y uno, aunque Ane no le ponga la libido en guardia, saca el cuaderno de apuntes para tomar nota de las estrategias de su admirador. Porque nunca se sabe, en este loco mundo del deseo, cuándo van a necesitarse estos saberes prácticos de la seducción. ¿Y si un día apareciera en mi vida una mujer igualita en cuerpo y alma a Natalie Portman, tan idéntica a ella que podría ser Natalie misma, refugiada en el anonimato ibérico, cansada ya de la fama, de los focos, de los hombres apuestos que nunca le hicieron reír? Dado mi nivel de inglés lamentable, yo tendría que decírselo con flores, mi amor eterno y rendido, y en Loreak, al principio, uno sueña con aprender estos recursos tan coloridos y aromáticos.

            Pero no van por ahí los tiros, ni las flores. En un giro imprevisto de la trama, un personaje principalísimo de la película muere en accidente de tráfico, y lo que antes eran loreak de amor ahora son loreak de homenaje a los muertos. Loreak es muy bonita, muy delicada, y muy cursi también, como las propias flores del campo. Y además no tiene razón. A los muertos les importa un carajo que pensemos en ellos, o que los recordemos con flores. Están muertos. 





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