Andrea Suárez

Hasta hace una semana, mi mundo particular y el mundo de las películas eran dos universos incomunicados. Entre mi habitación y la ficción mediaba una pantalla de cristal tan resistente como el muro de una presa. Una puerta de acceso al más allá que sólo podía traspasarse en un sentido, saltando desde mi sofá hacia la pantalla, pero nunca al revés, como hizo el explorador Tom Baxter en La Rosa Púrpura de El Cairo ante la expresión boquiabierta de Mia Farrow.



         Andrea Suárez, la actriz argentina que yo piropeara con motivo de la película Bombón, el perro, no ha cruzado la pantalla para hacerse presente en mi habitación. De lo contrario, yo ahora estaría en el manicomio provincial dando gritos en la celda acolchada, jurando y perjurando que la electricidad estática se hizo carne y milagro. Andrea, con la tecnología disponible en el siglo XXI, ha aprovechado la sección Comentarios de mi blog para agradecerme la mención con cortesía. Antes, pobrecica, habrá tenido que quitarle las telarañas a ese rincón tan poco frecuentando, cosa que le agradezco por añadidura. 

   Al principio pensé que se trataba de algún bromista que usurpaba su identidad para reírse de mí, tan inocente como soy. Lo que escribo, y cómo lo escribo, es un material muy dado a la chanza. Sin embargo, el tono de nuestra conversación parecía muy alejado de las intenciones de cualquier garrulo imitador. Andrea, tan guapa como correcta, se ha limitado a saludar, a contar que le gustaría volver al mundillo de la cámaras, y a decirme, con suma educación, que no le gusta mucho la foto que yo elegí para retratarla: aquella sonrisa imborrable de la mochilera que viajaba por la Patagonia. He querido borrarla, para satisfacción de su dueña, pero en el último momento, rendido ante su belleza, el dedo índice se ha negado a ejecutar la acción. Su rostro risueño y juvenil ya es un icono emblemático de estos escritos. Una de las caras más hermosas que lo decoran y lo dignifican. Los lectores repudian mi escritura, o se aburren con ella, pero sé que el fotograma de Andrea, cuando lo descubren por casualidad, o cuando lo buscan con curiosidad, les reconforta de sus pesares. Ella es tan radiante, y tan bella… Usted, querida Andrea, me comprenderá, y me perdonará. 


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¡Olvídate de mí!

🌟🌟🌟🌟🌟

El eterno resplandor de la mente inmaculada es uno de los sueños inalcanzados del ser humano. The eternal sunshine of the spottless mind, que dijo el poeta. El alivio de la mente sin recuerdos, de la memoria despojada de pesares. Quién tuviera, ay, acceso a su propio trastero, para quemar los rastrojos y convertirlos en humo; no volver a recordar el rostro, la voz, la nota de despedida. La sonrisa que se tornó en desplante. Para estos menesteres del olvido sólo tenemos el alcohol, que arrasa cualquier recuerdo sin distinción, como una mala quimioterapia de la uva. Y el tiempo, claro, el tiempo, que ni siquiera es un invento nuestro, y que en realidad no sabe olvidar, el muy inútil: sólo tapar, maquillar, añadir capas y capas de recuerdos sobre la herida supurante. Un tonto del culo que pone filtros de color sepia a fotografías que no sabe borrar.

      En The eternal sunshine of the spotless mind, Jim Carrey acude a la consulta del doctor Mierzwiak para que le sea extirpado, neurológicamente, de una vez para siempre, el recuerdo de Clementine, la extraña mujer con la que compartió la gran felicidad y el gran pesar. Unos electrodos rastrearán la presencia de Clementine en cada rincón de su cerebro para eliminarla imagen a imagen, conversación a conversación, hasta convertirla en una total desconocida. The eternal sunshine of the spotless mind se tradujo en España con un irrespetuoso ¡Olvídate de mí! que nos vendía una comedia loca y no una reflexión única sobre el amor y el desamor, el olvido y la memoria. Sobre el desencuentro entre hombres y mujeres que sin embargo viven abocados a entenderse. Algún imbécil patrio vio a Jim Carrey en el póster promocional y pensó: “otra majadería de chistes malos y mandíbulas desencajadas”. Diez años después todavía me encuentro a gente que me dice: “¡Hostia, sí, la vi! ¡Y lo que me reí!” ¿Reírse? ¿En ¡Olvídate de mí!? O no la han visto, y mienten, o sí la vieron, y son gilipollas perdidos. En cualquier caso, ojalá pudiera borrarlos de mi memoria. A ellos, y a otros muchos. The eternal sunshine of the spotless mind…

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Bernie

🌟🌟🌟

Cuando supimos que los hermanos Coen habían ambientado No es país para viejos en Texas, nosotros, sus adoradores, celebramos por anticipado otro Fargo situado más al sur, allá donde los cactus y los secarrales. Un capítulo especial de Los Simpson con Cletus y su familia, ejerciendo de protagonistas. Los Coen, sin embargo, optaron por hacer una película negra, enredosa, muy alejada de las nieves de Minnesota. 

       Cuatro años después, Richard Linklater se trajo las cámaras a Texas para rodar Bernie, una tragicomedia que bien podrían haber firmado los Coen. El asesinato es una cosa muy seria, y más si se trata de un crimen real, perpetrado en la década de los noventa. Pero hay formas de abordarlo que siendo respetuosas te arrancan la sonrisa malvada, y hacen que su relato no sea un telefilm plano de Antena 3, con sus buenazos de mazapán y sus malosos de pacotilla. Con su intriga de músicas chirriantes y su verborrea judicial de abogados y fiscales. Linklater encomienda su suerte al formato mockumentary, tan de moda en estos tiempos, mezclando lo real con lo ficticio en una sopa indistinguible de comedia negra y realidad macabra. Los verdaderos protagonistas de Bernie no son sus actores principales, que lo bordan, sino las gentes del pueblo que aportan sus testimonios. Una especie de Texas Directo en el que nunca sabes si tratas con un actor o con una persona real. Gentes llanas, por decirlo respetuosamente, que opinan del crimen a su aire, sin prejuicios, pasándose las leyes por el forro del pantalón tejano. Un patio de verduleras donde se opina con las tripas, según la simpatía o la antipatía del personal. Casi un trocito de nuestra reseca España, como si no hubiésemos dejado el taxi con la Cope y el bar con la baraja. La maruja con la bolsa de la compra y el jubilado con el palillo entre los dientes. España y Texas, tan cerca y tan lejos. 






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Tootsie

🌟🌟🌟🌟🌟

Ahora que los días son tan cortos, uno sale a caminar por las veredas y la oscuridad se echa encima sin dar tiempo a quemar la lorza, que sonríe satisfecha, la muy hija de puta. Cae la neblina en los caminos de La Pedanía, y uno, casi sin darse cuenta, se aventura por los rincones más sentimentales del ipod, donde se canta al desamor o a la imposibilidad del romance. De pronto, al inicio de una lista de reproducción,  me descubro tarareando It might be you, la canción de Stephen Bishop que sonaba en los títulos finales de Tootsie.

Something's telling me it might be you.
It's telling me it might be you...

      "Algo me dice que podrías ser tú...", sonaba en la cabeza de Dustin Hoffman cuando miraba a Jessica Lange y no podía creerse tanta hermosura. Una belleza anglosajónica que yo tampoco podía creerme allá en el cine de León, con once añitos boquiabiertos y confundidos. Jessica Lange -o más bien la enfermera Julie- fue mi primer gran amor. En una sala de cine, y también en la vida misma. Las películas siempre han ido por delante, en esto como en todo. La vida, mi vida, sólo ha sido la impaciente espera entre una ficción y otra.

         Lo que yo sentí aquella noche por Jessica Lange -un revoltijo desconocido en los intestinos, una fijación obsesiva de la mirada, una extraña electricidad en los genitales- nunca lo había sentido por una vecina del barrio (todas tan mayores), ni por una profesora del cole (todas tan feas, ) ni por una compañera de clase, que no existían en el apartheid masculino de los curas. Igual que tengo a Natalie Portman en el retablo de mis oraciones, podría tener una foto de Jessica Lange con su cofia de enfermera, pues ella fue el origen lejano de este blog, donde cuento al detalle mis sueños con las actrices hermosas, y dejo entrevelados, por si acaso, mis desamores con las mujeres reales, que son desengaños de vodevil a medio camino de la tristeza y el esperpento. Tootsie, para míno es sólo una comedia clásica por la que no pasa el tiempo: es, sobre todo, un homenaje que ya le debía a Jessica Lange, la amada fundadora.



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Pasolini

🌟🌟

Cuando los demás hombres presumen de conducir a toda hostia o de echar dos polvos sin sacarla, uno, que está muy lejos de tales heroicidades del organismo, ha de sostener su masculinidad presumiendo de una amplia cultura forjada en los libros y en las películas. Es el único mérito que me adorna ante las mujeres, pero es un valor hueco, falso, que va perdiendo cada día más materia, como un bloque de hielo en Groenlandia. Tampoco mis amigos conducen tan rápido como dicen, ni eyaculan dos veces seguidas sin tomarse un Kit Kat entre medias. Pero con ellos hay que llegar muy lejos para darse cuenta de la engañifa. Conmigo, si la damisela es un poco perspicaz, basta un café a media tarde para descubrir al farsante que se esconde tras el mago de Oz.

      Hoy, por ejemplo, antes de ver la película Pasolini, me he preguntado a mí mismo: ¿qué sé yo, realmente, de Pasolini? ¿Qué supuestos conocimientos, de alta prosapia intelectual, me han conducido a esta película? De Pasolini, para empezar, uno ya no estaba seguro ni del nombre, que he consultado en la Wikipedia para no poner la ese doble, o la ele doble, en esa ortografía italiana tan enredosa. Luego, en un momento de sudores fríos, casi he confundido a Pasolini con Rossellini, el otro director italiano, éste sí con dobles grafías en el apellido. Pasolini, no jodamos, era el intelectual de las gafas de pasta, el homosexual militante, el cineasta provocador. El marxista que tendió la mano al catolicismo para construir una Italia sobre valores compartidos. Pasolini era el hombre al que homenajeaba Nanni Moretti en Caro Diario; el poeta que fue asesinado a golpes en un descampado de la playa de Ostia en un crimen todavía no esclarecido. Hasta aquí no veníamos mal, con el autoexamen de Pasolini. Un aprobado justito. 

Pero luego, al comenzar la película, he querido recordar el título de alguna de sus películas, yo que voy de cinéfilo por la vida, y no he sabido citarme ni una sola. Estaba aquella de la vida de Jesús en blanco y negro, y aquella otra de Totó paseando con el paraguas, y una muy rara de fascistas en la República de Saló dándose por el culo mucho rato. Retazos, imágenes, detritus de antiguas cinefilias que se quedaron en nada, en los tiempos de la juventud. Cuánto he olvidado, y cuán bajo he caído.

         He visto Pasolini con las orejas de burro, avergonzado por mi ignorancia, pero al mismo tiempo deseoso de recuperar la asignatura. El problema es que la película sólo habla para los enterados, y es, además, insoportable, petulante, mitad realidad y mitad simbolismo. Una película para intelectuales de verdad, de los que fuman en pipa y hacen juegos de palabras entre "mitificación" y "mistificación", mientras yo me rasco la cabeza y me ajusto pensativo las gafas de pasta. Lo único auténtico que hay en mi pose. 




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Broken flowers

🌟🌟🌟🌟

En Broken flowers, Bill Murray es un macho alfa de edad otoñal que está dando sus últimos coletazos con las mujeres. Forrado de dólares gracias a sus negocios, vive un ocio permanente de música y televisión, paseos por el barrio y conversaciones con los vecinos. Aunque le descubrimos abandonado por su última conquista -una Julie Delpy tan guapa y resalada como siempre- Bill no parece muy afectado por la soledad. A los machos como él les basta con chascar los dedos para materializar otra mujer al instante, más guapa si cabe aún que la anterior. Antes de que la sustituta de Julie ocupe su lugar, Bill pone cara de mustio, coge postura fetal en el sofá y se dispone a sufrir dos o tres días de melancolía, como quien pasa una gripe, o una molesta migraña.

        Pero esta vez su tristeza va a ser más profunda. En una carta anónima enviada por una examante, Bill recibe la noticia de que es padre ignorante de un muchacho de veinte años, fruto de la antigua pasión. Y de que el retoño, emancipado y resoluto, piensa presentarse en casa para conocerle. A Bill, de repente, le caen los años como losas. Encanece en una mañana lo que no encaneció en dos décadas de fogosas aventuras. Había algo de autoengaño en esa paternidad nunca estrenada, como si  la juventud se preservara por sí sola a fuerza de no germinar  En fin, las cosas de Bill; las cosas de los machos triunfantes.

    Los que hemos vivido aventuras sexuales más bien lamentables, o no hemos vivido ninguna en absoluto, no vivimos preocupados por los hijos desconocidos que turbarán nuestra paz monacal. Nos descojonaríamos de la risa, si una despistada, o una picapleitos, apareciera en nuestra vida para acusarnos de una preñez, en una fiesta loca del trabajo, o en una madrugada confusa de los amigotes. Al contrario que Bill en Broken flowers, nosotros, los desheredados del folleteo, recordamos cada polvo y cada no-polvo con una memoria fidedigna. Por escasos, y por históricos. Vivimos muy tranquilos, en ese aspecto. Alguna ventaja habría que sacar de este celibato no consentido.



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La venganza de los Sith

🌟🌟🌟🌟

Yo, qué quieren que les diga, comprendo muy bien a Anakin Skywalker. Las fechorías que lo condujeron a convertirse en Darth Vader también las hubiese perpetrado yo, si la vida de Natalie, enamorada de mí, hubiese corrido peligro. Yo no me habría cargado a los chavalines de la escuela Jedi, eso no, pero habría aprovechado el desconcierto para darles un cachete en el culo con mi espada láser, por sabihondos y repipis. En todo lo demás, me hubiera puesto a disposición plena del lord Sith, para lo que gustase mandar. 

            Qué más da, la jornada laboral, si por la noche te espera la bella Padmé con la cena hecha y el sofá caliente para ver la película. Qué más da si ahí fuera rige un Imperio o una República, una dictadura de los Sith o una democracia de los Jedi. Al cuerno con la galaxia. Anakin, como buen funcionario al servicio del gobierno, sabe que las horas hay que echarlas igual, repartiendo espadazos a cualquiera que monte la algarabía. En el momento cumbre de La venganza de los Sith, cuando duda entre salvar al senador Palpatine o al maestro Windu, el futuro Darth Vader tiene un momento de lucidez y piensa: para lo que me van a pagar, lo mismo me da Maroto que el de la moto, con el añadido de que Maroto tiene el secreto de la inmortalidad. Nos ha jodido. Así planteado, no sé dónde está el mal, ni la caída en el lado oscuro. Lo de Anakin es puro romanticismo, puro fervor del corazón traspasado. Yo, desde luego, tratándose de Natalie Portman, me hubiera vestido de negro sin pensarlo. Ande yo caliente, ríase la gente.


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El ataque de los clones

🌟🌟🌟

El ataque de los clones es una película infumable. Sí, queridos amigos galácticos: hay que reconocerlo. Y que conste que yo soy uno de los vuestros, infantilizado como el que más. Un veterano de las fanfarrias imperiales. Yo conocí al maestro Yoda cuando ninguno de los dos era aún un viejo verde. No os digo más. A friki no hay quien me gane. A cuarentón inmaduro no tengo rival en muchos pársecs a la redonda. Pero es que el Episodio II, dejémonos de vainas, no hay por dónde cogerlo. Es un despropósito que tiene estética de videojuego en las peleas, y cursilería de culebrón en los amoríos. Los momentos más ridículos de la sexalogía se han reunido en esta tontería de la sexología, mayúscula, para cargar de razones a los odiadores. No seré yo quien detalle tales absurdos, y mucho menos en este blog. Que sean otros, los enemigos de la República, los que no creen en la Fuerza de los midiclorianos, quienes saquen los trapos a la luz. Que hagan ellos el trabajo sucio de avergonzarnos.

Pero que no me toquen, ay, a Natalie Portman. Que no se atrevan a rozarla ni un pelo. Por ahí sí que no paso. Que despellejen la película entera si quieren, pero que dejen en paz a Natalie. Qué va a hacer ella, la pobre, entre tanto despropósito. Le dicen que dispare su rayo láser o que aguante las poesías de Anakin Skywalker, y ella, como gran profesional que es, obedece las consignas sin rechistar, riéndose por dentro de tanta astracanada. En alguna escena especialmente lamentable se nota que Natalie se distancia, que se ausenta. Lo que algunos toman por interpretación de la languidez, yo, que la conozco muy bien, sé que es una ausencia que viaja muy lejos, soñando con el drama serio que habrá de otorgarle un Oscar. Absteneos, pues, servidores del Sith, de mancillar su presencia, o su  trabajo, o su hermosura. Su resalada pequeñez es el único nutriente en esta sopa de disparos y persecuciones, de esgrimas y sandeces. Y que los dioses antiguos me pillen confesado.



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Inconscientes

🌟🌟🌟

Si hacemos caso de lo que cuenta la película Inconscientes, Sigmund Freud, cuando visitó España allá por el reinado de Alfonso XIII, puso nuestra sexualidad celtibérica patas arriba. Proletarios y campesinos procreaban como si tal cosa, a la buena de Dios, dejando que el azar seleccionara las eyaculaciones fructíferas. Y a otra cosa, mariposa: a las patatas, o a las herramientas, sin darle más vueltas al asunto. 

    En las clases ilustradas, sin embargo, las enseñanzas de Freud crearon un revuelo mayúsculo. Los muy católicos pensadores pusieron el grito en el cielo, y recomendaron al señor cura que advirtiera del fuego eterno en la próxima homilía. Pero otros, los más agnósticos, los más abiertos a las influencias europeas, se tomaron muy en serio los significados ocultos de la sexualidad. Sólo un católico cerril –si es que tal cosa no es un pleonasmo- podía negar que detrás de los genitales había un mundo de simbolismos, de significados, que don Sigmund fue el primero en descubrir y categorizar.

      En ese clima de sexualidad desbordada, el psiquiatra al que da vida Àlex Brendemühl en Inconscientes se vuelve loco con las lecturas del psicoanálisis, recién traducido y publicado. Él, que vivía tan feliz con sus polvos de burgués, con su personalidad sin ellos ni superyós, se descubre de pronto un hombre complejo y atormentado. Como dice el Eclesiastés, “en la mucha sabiduría hay mucha molestia”. Leyendo libros sobre neuróticos, el psiquiatra se convirtió en uno de ellos. Como Alonso Quijano se transformó en don Quijote, leyendo libros de caballerías. Como quien esto escribe, mismamente, que también leyó a don Sigmund Freud en la juventud y comenzó un auto-psicoanálisis que todavía dura, sin grandes resultados, convirtiéndose en paciente de sí mismo.

        Mil libros más tarde, he descubierto muchas piezas de mi puzzle, pero están mezcladas, y no casan bien, y el retrato que va saliendo es más bien tristón y lamentable. Hubiera sido mejor no empezar, no saber, vivir en la ignorancia de los defectos y las limitaciones. De las turbulencias del espíritu. Vivir como un idiota feliz. 




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Mandarinas

🌟🌟

El título más adecuado para estos tiempos del desamor hubiera sido Calabazas. O Naranjas de la China. Pero estas frutas no existen en el supermercado de la cinefilia. Lo más parecido que encontré fue Mandarinas, una película estonia que venía muy recomendada por la crítica, y que tal vez guardaba fructíferas enseñanzas sobre las mujeres. Al fin y al cabo, las mandarinas, como las calabazas, o las naranjas de la china, comparten un cierto color, y una cierta forma. Y muchas aes, también.

     Mandarinas, sin embargo, no tiene nada que ver con los corazones rotos, y sí, mucho, con los corazones baleados, en las guerras del Cáucaso. En hora y media de metraje no aparece ni una sola mujer, ni un solo amante defraudado. Ni rastro de las penas de amor que uno buscaba, con un cuaderno sobre las rodillas y un bolígrafo entre los dedos, para tomar notas de aprendizaje. Porque lo mismo se aprende de los errores propios que de los errores ajenos, aunque los primeros, por descontado, escuezan mucho más, y te quiten el hambre y las ganas de sonreír.  Las mandarinas del título sólo son eso, mandarinas, humildes frutos sin significado peyorativo.

       El protagonista de la película es Ivo, un carpintero que allá en el Cáucaso fabrica cajas de madera para recoger el fruto. Tan simple y tan banal. Ivo es un venerable anciano que oye silbar las balas mientras trajina con sus herramientas, ajeno al conflicto. Él es estonio, y estoico, un hombre civilizado del norte que contempla con escepticismo el rifirrafe secular de esas tierras montañosas. Un embrollo étnico de muy mala solución. Mandarinas es una película de mensaje pacifista, humanista, tan bienintencionada como aburrida. Nada que ver con las guerras del amor, que son universales, y que también matan lo suyo, aunque lo hacen en silencio, muy poco a poco, desecándonos por dentro, hasta convertirnos en guiñapos.


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El mundo sigue

🌟🌟🌟

El destino es un hijo de puta muy cruel. Un bromista pesado, en el mejor de los casos. Pero esta vez no ha sido culpa suya, sino mía. He sido yo quien no debería haber elegido una película titulada El mundo sigue, porque lo último que deseo ahora es que el mundo siga, tal como lo conozco. El mundo exterior, digo, ahora que andamos de politiqueo, y el mundo interior también, ahora que todo son ruinas y el arquitecto no aparece por ningún sitio.

    Pero me ardía, la curiosidad. Uno había leído tantas alabanzas sobre la película perdida de Fernando Fernán Gómez, que mi cinefilia ya se comía las uñas de los nervios.Y luego estaba el título, claro, tan sugestivo: El mundo sigue. Porque el mundo de los pobres, como demuestra la película, sigue calcadito medio siglo después. Ahora que los sociópatas encorbatados cacarean la recuperación económica, no estaba de más regresar a los tiempos del "milagro español", que fue otra estafa revestida de oropel. Entonces fue el seiscientos -como ahora es la tecnología- el engañabobos de los desheredados. Por debajo del consumismo idiota sigue el estado lamentable de los servicios públicos. España es una estafa, una parodia, un teatrillo que han montado cuatro liantes para distraernos, mientras sus compinches nos roban la cartera. No olvidemos que ahora gobiernan los nietos de quienes nos mangoneaban entonces, con el crucifijo en una mano y la metralleta en la otra. La misma sangre avarienta y desdeñosa.

     Más allá de esta soflama de tiempos electorales, la película ha sido una pequeña decepción. Tanta expectación ha terminado en una tortícolis de mis músculos oculares, que andaban entre la pantalla, el teléfono móvil y el reloj que nunca avanzaba. El mundo sigue es la adaptación de una obra teatral que nadie se tomó la molestia de pulir. De nuevo esa manía de confundir el cine con las tablas, tan propia de creadores como Fernán Gómez, que se ganaban la vida en ambos negocios. El cine, o es verosímil, o no es nada. Los diálogos tienen que ser llanos y accesibles, y estos desgraciados de El mundo sigue recitan a Shakespeare en cada tribulación, a Calderón de la Barca en cada desengaño. Y así, literarios, y excesivos, ya no son personajes con los que uno pueda empatizar, sino actores que declaman fuera de un contexto. Muy ridículo todo. Una pena.




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Mars Attacks!

🌟🌟🌟🌟

Hace un cuarto de siglo, en Televisión Española, Albert Boadella gozaba de un microespacio para repartir estopa que se titulaba Orden Especial. Al grito de ¡Purgandus populus!, un ejército de frailes que nos vigilaban salían a la calle para hacer justicia con sus porras. Su objetivo no eran los rojos ni los ateos, porque los dineros de su organización provenían de la televisión socialista. Ellos le daban en el cocoroto a los estúpidos, a los farsantes, a las madres histéricas y a los tontos del haba. Por aquel entonces Boadella era un tipo que molaba. Le escuchabas en las entrevistas y siempre te caía en gracia, con aquellas opiniones tan particulares, y aquella retranca con acento catalán. Luego fue seducido por el lado oscuro de la Fuerza, y vendió su alma a un lord Sith llamado Esperanza Aguirre. Menos mal que ahora no disfruta de un programa parecido, porque su objetivo purgatorio serían los justos y los buenos. 

          En Mars Attacks!, Tim Burton montó un purgandus populus a lo bestia. En lugar de usar frailes malvestidos del Alto Ampurdá, él, que disponía de un alto presupuesto, eligió un ejército de marcianos para hacer limpieza entre los majaderos y los avariciosos. Armados de sus pistolones que parecen de juguete, los hombrecitos verdes convierten en gas a los periodistas carroñeros, a los políticos sin moral, a los militares belicistas, a los especuladores sin entrañas... Los marcianos de Tim Burton aterrizaron en Estados Unidos en el año 1996, pero podrían aterrizar hoy mismo, en la piel de toro, y encontrarse con la misma fauna de impresentables. Mars Attacks! es una película que está pidiendo a gritos una spanish version. Una buena somanta de hostias arreada por un ejército de garrulos desembarcados en Madrid, comandados quizá por Joaquín Reyes, o por el Tío la Vara, heredero directo de aquellos frailes de Boadella. Lo que nos íbamos a reír. 

Pero que nos pongan a Natalie Portman, eso sí, porque en Mars Attacks! su personaje sobrevivía a la invasión. Incluso los malvados marcianos se rindieron a su belleza, y fueron incapaces de disparar.


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El mundo según Barney

🌟🌟🌟🌟

En El mundo según Barney, y también en el mundo según yo, la decisión más importante de la vida es elegir la pareja que habrá de combinar sus genes con los nuestros. O fingir que se mezclan, si la decisión no fuera tal. La reproducción, revestida de amor y poesía, es el mandato fundamental de la biología, el impulso ciego que nos guía dentro del laberinto. Todo lo demás, salvo la muerte o la enfermedad, es accesorio o aplazable. 

          El problema del amor, con toda su trascendencia, es que no corresponde a una decisión racional ni voluntaria. El amor es un imbécil asilvestrado que salta donde menos te lo esperas, casi siempre jodiendo la marrana. Si uno pudiera enamorarse haciendo estudios de mercado, nos ahorraríamos estos desengaños que parten el corazón en dos, y luego en cuatro, y así sucesivamente, hasta convertirlo en una pulpa que duele en cada latido. Uno, desprovisto de GPS, casi siempre se enamora de quien no debe, porque el impulso es imprevisible, y tan ciego que va dándose topetazos con los deseos. Por cada amor correspondido, hay otros noventa y nueve que mueren en el intento, abortados antes de nacer. Amores que nacen de un malentendido, de una ilusión, de una mirada casual que nosotros, en el delirio romántico, en la urgencia de querernos correspondidos, interpretamos como una aquiescencia. De ahí, al hostiazo supremo, al beber para olvidar, sólo hay una petición de teléfono. El amor, ya lo dijo el poeta, es una inmensa putada. Una desagradable obligación. La tiranía de unos genes que no conocen lo que se cuece ahí fuera, lejos de sus núcleos celulares.

Como decía el gran sabio Marcial Ruiz Escribano, "el gorrino y la mujer, acertar y no escoger". Y el gorrino y el hombre, tres cuartos de lo mismo. El amor, al final, hay que jugárselo a los chinos. Y que salgan los genes por Antequera. Tan importante, y sin embargo tan aleatorio. El amor es una mierda. Salvo el de  Miriam y Barney, claro, en la película de hoy, al otro lado del televisor…


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El currante

🌟🌟

En El currante, Andrés Pajares es un pluriempleado que trabaja veinticuatro horas al día. Lo mismo pone ladrillos en la obra que arregla retretes en las casas;  lo mismo repara coches en el taller que empalma cables en las oficinas. Es un parto bien aprovechado. En 1983 aún era posible encontrar tipos así, que se ganaban la vida haciendo de todo un poco, y la película, en ese sentido, se ha convertido en un documento histórico. Mi padre, sin ir más lejos, era un currante que por las mañanas tallaba muebles y por las tardes trabajaba en un cine. Los que por entonces hablaban del drama del paro no podían imaginar que sus hijos, treinta años después, las iban a pasar canutas para conseguir uno sólo de aquellos quehaceres.

          Manolo, que así se llama el personaje de Pajares, no necesita sus cuatro empleos para vivir, sino para pagarle el colegio a su hija, en un internado exclusivo de las afueras de Madrid donde se aprende a jugar al golf y a lanzar desprecios sobre el populacho. La chavala, que no parece muy espabilada, cree que su padre es un alto gerifalte de las finanzas, un tipo influyente que desayuna con los ministros y se toma unos vinos en La Zarzuela. Y Manolo, para no desengañarla, para no confesarle que en realidad es un obrero que vive con lo puesto en una pensión, todos los jueves, que es el día de visita, monta un paripé de cochazo y mayordomo, de restaurantes franceses y amigotes con influencias.

               Esta es, grosso modo, la trama de El currante, una película de Pajares y Esteso pero sin Fernando Esteso. Una gansada de Mariano Ozores que si la coges por el lado torcido sería de mucho criticar, y mucho ponerse irónico, pero que uno, amable con estas cuchipandas celtibéricas, se toma de buen grado y hasta celebra con dos o tres carcajadas. La película no hay por donde cogerla, ciertamente, pero uno se ríe mucho con Andrés Pajares porque es un comediante con gracia y desparpajo. También sale, cómo no, Antonio Ozores, que es un tipo alto con gafas y cara de lelo que me recuerda mucho al autor de estos escritos. 




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I am your father

🌟🌟🌟

El hombre que caminaba bajo los ropajes de Darth Vader era un actor británico llamado David Prowse. Un tallo de dos metros que en sus tiempos mozos había sido campeón de halterofilia, y culturista de prestigio. Allá en los estudios Elstree, donde se rodaba La Guerra de las Galaxias, George Lucas le dio a elegir entre dos papeles sin rostro: o Chewbacca, el amigo peludo de Han Solo, o Darth Vader, el malo de la función. Ahora la elección parece muy fácil, pero en 1976 La Guerra de las Galaxias era un proyecto condenado al fracaso, y casi daba lo mismo hacer el ridículo con un abrigo de felpa que con una coraza de plástico. Prowse, sin pensárselo mucho, eligió el papel del malvado, pues sabía que los villanos siempre quedan en el recuerdo, y que el asunto, de llegar a buen puerto, le reportaría algún reconocimiento de más. Aunque no facial, precisamente.

        El asunto, como todos sabemos, llegó a buen puerto, pero al pobre David, en el viaje, lo putearon a conciencia. Primero le negaron la voz, que fue doblada por James Earl Jones. ¿Razón oficial?: un acento británico imposible de mascar. Más tarde, en El Retorno del Jedi, en la escena culminante del des-cascamiento, le negaron también el rostro, que fue suplantado por el actor Sebastian Shaw. ¿Razón oficial?: Prowse era demasiado joven para el papel. Gracias a este documental que hoy han pasado por los canales de pago, y que dirige un mallorquín muy friki y muy entusiasta, hemos sabido que ambas excusas son válidas y razonables, pero que en realidad George Lucas le tenía bastante ojeriza al gigantesco actor. Al parecer, Prowse largaba demasiadas cosas en las entrevistas, detalles del guión o de la producción que debían permanecer en secreto, y lo castigaban negándole la personalidad, ya que no podían sustituirle la presencia, imperial, en el sentido majestuoso de la palabra.


            El caso es que Prowse, ahora anciano venerable, lleva años sin ser invitado a las convenciones oficiales de Star Wars, donde los demás figurantes se pasean en loor de multitudes. A Prowse, en el documental, se le ve dolido con el ostracismo, aunque distante. Darth Vader significó mucho en su vida, pero no lo fue todo. Su medalla de la Orden del Imperio Británico -no Galáctico, ojo- la ganó por su contribución a la seguridad vial. En los años setenta y ochenta, en anuncios de televisión pagados por el gobierno, Prowse encarnó al superhéroe Green Cross Man, un hombretón que ayudaba a los niños a cruzar las calles del modo correcto. Un personaje que ha quedado en el recuerdo de generaciones enteras de chavales. Y con la jeta entera al descubierto, además. Y con su propia voz soltando los consejos. Y en el lado luminoso de la Fuerza.






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El precio del poder

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Para quien esto escribe, no ha habido actor más grande que Al Pacino, ni actriz más bella que Michelle Pfeiffer. Y dirán las feministas: ya está el machista de siempre, alabando a los hombres por sus habilidades, y a las mujeres por su aspecto físico. Sí señoras: es lo que hay. Me domina el instinto, la impulsividad del homínido. Podría disimular, como hacen otros, y tirarme el rollo de que Michelle Pfeiffer es una gran profesional y tal y cual. Que además es cierto, porque Michelle, en sus años de tronío, fue un actriz inmensa y versátil. Pero se notaría el postureo, la corrección política, y me daría vergüenza leerme a mí mismo, tan falso y protocolario. 

            El viejo Al, y la dulce Michelle, son los protagonistas de El precio del poder, la orgía cocaínica y metrallética de Brian de Palma. La película ha resistido el paso del tiempo, y hoy, más de treinta años después, todavía se puede pasar una tarde cojonuda con ella, en compañía de Tony Montana y sus bigotudos secuaces. Mientras ahí fuera la niebla se apodera de La Pedanía, y las lechugas se amustian en los huertos, en el Miami de los cubanos siempre luce el sol, y todo resulta más excitante y entretenido. Para empezar las mujeres, claro, que allí siempre van en bikini y sonríen con picardía. Igualico que aquí, vamos.  

        El precio del poder es excesiva, violenta, grandilocuente, como escrita por Oliver Stone con tres rayas de coca en cada fosa nasal. Que es justo lo que sucedió, y yo acabo de enterarme. A los seguidores de Al Pacino nos chifla su Tony Montana, tan chuloputas y egocéntrico, quizá porque él es el reverso oscuro de nuestra propia debilidad. Dejando aparte la menudencia de que Montana es un psicópata de manual, algo en nuestro interior, muy sucio y primario, admira su hombría de macho alfa. Su par de cojones tricolores, uno cubano y el otro americano, pero los tres blancos, rojos y azules.

        Y luego está Michelle, claro, que con esos vestidos mínimos y esos maquillajes certeros es una mujer de quitar el hipo y no recuperarlo en años. Sin embargo, despojada de abalorios y pinturas, presentada al respetable en la escena de sus dudas, ya no te quita el hipo, sino el aire, y hasta las ganas de comer. La fruta desgrasada que uno tenía en el regazo se ha quedado ahí, durante largos minutos, preguntándose qué hacía uno con la boca abierta, que no comía.






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La Amenaza Fantasma

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En 1999, el estreno de La Amenaza Fantasma me pilló en un sistema exterior de la galaxia, y también de la vida. Dieciséis años después de la muerte de Darth Vader, uno estaba casado, a punto de ser padre, con los viejos amigos de la secta ya exiliados o perdidos.  No maduro, por supuesto, porque la madurez es una cualidad que viene de serie, y sólo la demuestra quien ya la tiene desde niño, Pero sí diré que la película  me cogió mayor, ocupado en los asuntos propios de ganar el pan y no dejar que te lo arrebaten. 

            Cuando supimos que George Lucas iba a relanzar su lucrativo negocio, hubo una explosión de júbilo interplanetaria, pero la alegría duró el corto tiempo de los fuegos artificiales. Nada más disiparse el humo, recordamos que Lucas venía a juntar muchos millones, no a dejar obras maestras para la posteridad. Nosotros, los que habíamos visto de chavales la primera trilogía, éramos su público cautivo. Llevados de la curiosidad o de la nostalgia, íbamos a llenarle los patios de butacas para convertirlo en multimillonario. Para forrarse enterico de oro, los grifos del baño, y los pelos del pubis, Lucas necesitaba engatusar a la nueva chavalada, aquella que sólo conocía Star Wars por boca de su padres. ¿Y cuál es el camino más fácil para que los niños abarrotasen las salas y luego las jugueterías del centro comercial? ¡Bingo!: hacer una película para niños en la que salgan muchos bichos plastificables. De nuevo El Retorno del Jedi, para nuestro desconsuelo. De nuevo la frustración de quien esperaba la oscuridad y la mala uva de El Imperio Contraataca. La audacia, quizá, de La Guerra de las Galaxias, que ahora parece muy vista, pero que en 1977 nos dejó a todos con la boca abierta. 




            La Amenaza Fantasma es filfa de merchandising, y apostolado de la virginidad. Aunque aquí ya no es la paloma del Espíritu Santo, sino la ubicuidad de los midiclorianos, que obran el milagro de la concepción inmaculada. La Amenaza Fantasma es capitalismo y catolicismo, consumismo y castidad. Lo justo para quien este escribe, tan rojo y pecador, aunque todo sea de pensamiento: la utopía y el folleteo. Menos mal que por ahí anda Natalie Portman en la flor hermosérrima de su juventud, a veces vestida de Padmé y a veces emperifollada de Amidala. Cada vez que sonríe en sus escenas, se enciende una nueva estrella en la galaxia muy lejana. 
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El Retorno del Jedi

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El Retorno del Jedi es un cagarro. Sí, queridos amigos: esto es una confesión. Un grito desesperado entre la borregada galáctica, a la que pertenezco. Mientras los fanáticos siguen pastando alegremente en la luna de Endor, yo me he venido a la vera del camino, a balar mi sedición a los transeúntes. A ofrecerme como diana para los insultos y las vejaciones. A ser propuesto, tal vez, para la expulsión del rebaño, en el que llevo casi cuarenta años de vida, procesionando en salas de cine y reproductores caseros. Me he dejado sueldos enteros en el bolsillo sin fondo de George Lucas. Y sin embargo, por culpa de un ataque de sinceridad, cuatro décadas de apostolado pueden terminar hoy mismo, de un modo fulminante, si el Alto Consejo Jedi así lo decidiera. Que la Fuerza les acompañe, y les ayude a discernir entre la apostasía y la crítica constructiva, que es lo que yo pretendo. Señalar los defectos de El Retorno del Jedi para no volver a repetirlos, y subrayar, por contraste, los méritos incuestionables de las otras aventuras.


          Nadie hace películas para perder dinero, eso es obvio, pero El Retorno del Jedi apesta a codicia, a afán recaudatorio. Está hecha desde el lado oscuro de la Fuerza, donde mana el dinero pero se seca la virtud. Con doce añitos no te das cuenta de esa avaricia sin escrúpulos, y lo flipas cantidubi con Jabba el Hut y su corte de trastornados, los ositos Ewoks y sus armas de destrucción masiva. Recuerdo que un amigo de posibles pidió a los Reyes Magos la panoplia entera de los juguetes: las motos aéreas, los Ewoks de plástico, los acorazados bípedos del Imperio..., y allí nos pasábamos las tardes enteras, en casa del chaval, merendando de gorra y jugando a restablecer el equilibrio de la Fuerza. El Retorno del Jedi sólo había sido un gran anuncio de juguetes, dos horas de publicidad que nos habían endilgado entre el conflicto familiar de los Skywalker. Nos habían tratado como a consumidores, no como a niños que soñaban, y eso, treinta años después, conviene denunciarlo. Nadie va a quitar a George Lucas de su hornacina, que se la tiene bien ganada, pero los más críticos con su hagiografía, cuando vamos a rezarle, le colocamos un becerro de oro a los pies, para recordar la fechoría, y advertir a los feligreses.


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El Imperio Contraataca

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El Imperio Contraataca es la mejor película de la saga galáctica. Sobre esto existe un amplio consenso entre los habitantes de la Vía Láctea. Sólo los más infantilizados de sus seguidores -que ya es decir- prefieren El Retorno del Jedi sobre las demás, porque de niños se quedaron prendados de los Ewoks, esos osetes tan pelmazos, y se han quedado colgados de sus mismas lianas. Nosotros, los siervos de George Lucas, nos llevamos muy bien entre nosotros, pero a estos mentecatos que dicen preferir El Retorno del Jedi les tenemos un poco marginados, y cuando desbarran sobre el bosque de Endor y la segunda Estrella de la Muerte, les sonreímos con los músculos justos de la cara, y les damos la razón como a los tontos, con palmaditas en la espalda. Son de los nuestros, los pobrecicos, pero de una categoría inferior. Los más niños entre la muchachada. Que la Fuerza les guíe, y les acompañe.


           El Imperio Contraataca fue el primer gran culebrón de mi vida. De 1977 a 1980 transcurrieron tres años de rumores, de cuchicheos que se intercambiaban en los recreos y en los parques infantiles. Había niños que aseguraban que Darth Vader era el padre de Luke Skywalker, que lo habían leído en alguna revista de sus padres, o se lo habían escuchado al hermano mayor bien informado, y nosotros, incrédulos, y al mismo tiempo aterrorizados, les respondíamos que nanay del Paraguay, y que naranjas de la China. ¿Cómo iba el Bien a proceder del Mal? Al revés, sí, porque en clase de religión nos explicaban que el demonio era un ángel caido y rencoroso. Pero Darth Vader no podía ser el padre de Luke, nuestro héroe galáctico, tan rubio y angelical que casi parecía un Jesucristo de los catecismos, aunque Luke hubiera aterrizado hace mucho tiempo entre los mortales con una misión algo más guerrera y espadachina.


               Por eso nos quedamos de piedra, en la ciudad gaseosa de Bespin, cuando Darth Vader tendió su mano en gesto generoso y confirmó aquella paternidad imposible y obscena. Muchos tuvimos que confesarnos a la vuelta de las vacaciones, en la primera visita obligatoria a la capilla, por haber soltado un “¡hostia!” en mitad de la platea. La genealogía de los Skywalker fue el primer gran desengaño de nuestra generación. La primera sospecha de que algo no funcionaba bien el mundo. Aprendimos que los niños buenos no provenían necesariamente de padres buenos. Ni los niños malos de padres malos. De repente todo era un batiburrillo, y una lotería. Cualquiera podía ser un lord Sith acariciando la traición, y nadie podía distinguirlo, ni deducirlo de su linaje. Las relaciones unívocas quedaron abolidas. Todos quedamos automáticamente bajo sospecha. Y así seguimos.


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La Guerra de las Galaxias

🌟🌟🌟🌟🌟

No estoy capacitado para juzgar objetivamente La guerra de las galaxias. El Episodio IV es la película de mi vida, de mi recuerdo, de mi ilusión más infantil y boquiabierta. Cualquier acercamiento crítico quedaría derretido ante el calor de las espadas láser. Todavía hoy, con cuarenta y tres tacos, sigo soñando con poseer ese arma letal -de luz roja a ser posible- y hacer justicia en este sistema exterior de la galaxia, a mandoble limpio entre los injustos y los impíos. O pilotar el Halcón Milenario, con un amiguete peludo a mi lado, y viajar a la velocidad de la luz por esos mundos de Dios, los fines de semana, para conocer otras ligas y otros deportes. O convencer a la gente de mis deseos con un simple gesto de la mano, como hacen Obi-Wan Kenobi y los caballeros Jedi: bésame más, o cóbrame menos, o vota a mi partido, y que la Fuerza te acompañe, hermano.

Gran parte de mí vive en la Vía Láctea, que es la galaxia donde como y duermo, veo las películas y follo más bien nada. Pero el niño de cinco años que vio La guerra de las galaxias por primera vez, en la Nochebuena del año 77, con los ojos tan abiertos que todavía me duelen, se quedó allí para siempre, en la galaxia muy lejana. Cada cierto tiempo voy a visitarlo, a ver qué tal le va en su tiempo congelado, y siempre me lo encuentro con una sonrisa, jugando con un palo que hace de espada láser, acompañado de los otros niños que también se quedaron allí, indiferentes a los adultos que tuvieron que estudiar y ganarse el pan. Los mismos que siempre encuentran una excusa para regresar a un infantilismo que los no iniciados consideran ridículo, y monotemático. Qué sabrán ellos, los del reverso oscuro, de la vida.

Yo vi La guerra de las galaxias en León, en el cine donde trabajaba mi padre, en una pantalla enorme que contemplaban 1000 butacas atónitas. Recuerdo mi estupefacción, mi mudez, mi conversión inmediata a la religión de los Jedi, cuando escuché la fanfarria de la 20th Century Fox, y leí el cartelito de "hace mucho tiempo en una galaxia muy, muy lejana", y se deslizaron las explicaciones sobre la rebelión y el Imperio, y apareció la nave consular sobre los cielos de Tattoine perseguida por el crucero imperial... Aquel día lo llevo grabado a fuego. Casi cuarenta años después, mi cinéfilo interior, tan racional y tan puntilloso, puja por expresar su opinión, que es mucho menos complaciente que la mía. Pero me niego a que hable, a que se insinúe siquiera. Que sean otras personas quienes saquen a la luz los defectos y las incoherencias. Yo no puedo, ni quiero.



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Quemar después de leer

🌟🌟🌟🌟

Quemar después de leer es una película ignorada de los hermanos Coen. Sobre sus obras maestras existe un consenso general, una fraternidad universal entre los cinéfilos, pero hay películas como ésta, o como Un tipo serio, o El gran salto, que a veces amenazan con provocar un cisma en nuestra sagrada religión.
           Yo soy de los que defienden Quemar después de leer en cualquier tertulia, en cualquier foro, a pecho descubierto. Y aunque tal postura suele costarme el abucheo general, y el repudio de los culturetas, cada cierto tiempo vuelvo a verla para reafirmarme en la opinión. Los Coen rodaron esta cuchipanda un año después de No es país para viejos, y la gente tal vez esperaba otra película sombría y sesuda, con diálogos crípticos y personajes trascendentes, o trascendentales. Pero los Coen son así, imprevisibles y caprichosos, y ruedan lo que más les apetece en cada momento. De los desiertos abrasadores de Texas -donde se recocían las meninges y la gente se desnortaba con facilidad- nos trasladaron a los entresijos gubernamentales de Washington, donde la locura ya casi viene de serie entre sus habitantes, en forma de paranoia o de  engreimiento personal.

       Donde otros, en Quemar después de leer, ven personajes excéntricos, exagerados, caricaturas casi propias de un cómic, yo, salvadas las distancias entre Georgetown y este villorrio donde vivo, veo una legión de gente estúpida y superficial muy parecida a la que me cruzo cada día, en el trabajo o en la vida civil. Reconozco en las tramas a fulano de tal, y a mengana de cual, y me echo unas risas mefistofélicas yo solito en el sofá. La raza humana viene a ser igual en todos los sitios, y si prescindimos del idioma o de los hábitos del desayuno, los imbéciles que los hermanos Coen sacan a pasear son intercambiables por los que uno sortea en las aceras, o en la barra del bar. Donde otros ven misantropía y mala uva, yo sólo veo el pan nuestro de cada día. 




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Big Fish

🌟🌟🌟🌟

Hay un puñado de películas que siempre me hacen llorar cuando las veo. Y no importa si es la segunda vez o la quinta. Ellas tienen el poder -al mismo tiempo maravilloso y deleznable- de arrancarme dos lagrimones que proceden del plexo solar, donde los sentimientos se vuelven incontrolables para la voluntad, y ya no hay manera de impedir que se licúen.

      Uno, en su tonta masculinidad, tiene el acto reflejo de hacerse fuerte cuando llegan las emociones. De impedir, por todos los medios, que las lágrimas le hagan a uno de menos. Por no parecerse a los demás, que claudican, mi cuerpo hace verdaderos esfuerzos físicos por no llorar: cambia de postura, parpadea frenéticamente, aprieta la musculatura que rodea el tórax... Un ejercicio estúpido que a nada conduce, porque estas películas que yo digo, cuando llegan a la escena de marras, son como cirujanos que me atan al sofá y me abren en canal, dejándome al descubierto. Un tipo sensible, finalmente, ahora que nadie me observa en esta habitación siempre tenebrosa, con las persianas bajadas, lejos de los ojos burlones...

        Para explicar por qué uno llora con Big Fish  habría que hablar, obviamente, de la relación que uno mantuvo con su propio padre. Una amistad tortuosa y problemática que aquí, por supuesto, no voy a relatar, ni en su cruda realidad ni adornada de fábulas, como hacía el bueno de Ed Bloom. Porque este blog nació para desnudarse ante los lectores, sí, pero sólo hasta los calzoncillos, y la camiseta interior, como tope de la fantasía. Los entresijos y las vergüenzas son cosas que me guardo para mí mismo. Para ver gente desnuda hasta la pilosidad y la cicatriz, existen otros diarios, y varios platós de televisión. Mi lloro, esta vez, quedará sin explicar. Ustedes me perdonarán.





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Mr. Holmes

🌟🌟🌟

Desde que rodara Dioses y monstruos, aquella hermosa película que abordaba la decadencia de James Whale, Bill Condon andaba muy perdido en los sótanos de Hollywood, rodando películas de tres al cuarto, y sagas crepusculares, que ni a dos cuartos llegaron. Harto, quizá, de que lo tratáramos por un director de chichinabo, de esos que filman cualquier cosa con tal de llegar a fin de mes, Bill Condon ha vuelto a confiar en Ian McKellen para hacer una película seria, respetable, una que por fin hemos apuntado en nuestras agendas de cinéfilos voraces. Y quizá muy exquisitos, y pedantes.


            En Mr. Holmes, Ian McKellen, que es ese actor soberbio a quien los palomiteros sólo conocen disfrazado de Gandalf,  interpreta a un Sherlock Holmes ya muy entrado en años, viudo de Mr. Watson, retirado de sus pesquisas en un pueblecito apartado de la costa. Ahora se dedica a la apicultura, al paseo por los acantilados, y sobre todo, a la lucha contra su propia memoria, que hace aguas como una presa de mil agujeros. Enfermo de alzhéimer, y de melancolía, el señor Holmes no quiere irse de este mundo sin dejar escrita su última aventura, el caso fallido que veinte años atrás lo sumió en la depresión, y lo empujó a dedicarse a la vida contemplativa. 

    Pero sus historias, no lo olvidemos, las escribía Mr. Watson, y entre la torpeza de la pluma y la viscosidad del recuerdo, el viejo Sherlock enreda nombres y rostros, sucesos y fantasías.  Desesperado, viajará a la Hiroshima postnuclear para buscar el fresno espinoso, un árbol rarísimo del que dicen que obra milagros en las memorias, destilado en jalea. Así alimentado, y fortalecido, el anciano Sherlock se enfrentará cada noche a la angustia del folio en blanco, y de la memoria en negro, como le viene sucediendo a este blog en los últimos tiempos, que cada vez necesita más esfuerzo y rezuma menos inspiración. Una tortura, más que un regocijo, que ya sólo sirve para matar las horas y ocupar la mente en otros asuntos.  Escribir para uno mismo, se diga lo que se diga, siempre es desolador. 



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Misión Imposible III

🌟🌟🌟

Misión imposible III, con sus amores ñoños y sus hostias como panes, ha sido la única ficción que he podido ver el fin de semana. La película es, para decirlo suavemente, tan entretenida como cuestionable. Tan tonta como resultona. Pero gracias a él, a Tom Cruise, que es como un terapeuta familiar en esta casa, el retoño ha vuelto a comparecer en el sofá, y eso vale por cien películas vistas en solitario. Juntos nos hemos descojonado con las peripecias de Ethan Hunt, y hemos amado en silencio, cada cual a su modo, uno de viejo verde y otro de adolescente en sazón, la belleza desarmante de Michelle Monaghan.

       Y nada más, ay, en este páramo provisional de las películas. El cine, para quien esto escribe, siempre ha sido una celebración de la alegría, o al menos de la paz del espíritu. Son tiempos oscuros. Perseguido por las sombras, o rodeado de fantasmas, ahora mismo soy incapaz de prestar atención a lo que veo, y desperdicio las horas sin disfrutar de las ficciones, y sin arreglar las realidades. Otros, más afortunados, enchufan el televisor y al instante se desenchufan de sí mismos, para evadirse a otros mundos donde ya no son ellos, sino el cowboy que dispara, o el astronauta que explora mundos. Pero yo, de momento, hasta que no se disipe la fiebre, estoy viajando conmigo mismo, a cualquier lugar donde pretenda fugarme, y en cualquier ficción, por disparatada que sea, vivo esposado a mi yo sempiterno y paliza, que me impide volar, y transustanciarme en un personaje difuminado.
     

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Catastrophe. Temporada 1

🌟🌟🌟🌟

He dado con Catastrophe gracias a un consejo del bendito Pepe Colubi, a quien sigo puntualmente en sus cerdadas (porque me descojono de la risa), y en sus recomendaciones (porque coincido plenamente). Colubi, que en los momentos cómicos interpreta el papel de un macho bonobo, en los asuntos seriéfilos tiene el morro muy fino, y el gusto muy educado. Que los dioses le guarden muchos años.

     Los protagonistas de Catastrophe son un ejecutivo americano, él, y una maestra británica, ella, que en principio sólo habían quedado para follar, y para charlar de banalidades en los remansos, pero que se ven sorprendidos por la "catástrofe" en forma de embarazo. Y era este contratiempo, tan manido y estereotipado, el que encendía la mecha de una comedia que, en verdad, me daba pereza abordar. Porque en este subgénero de los padres primerizos, los hombres siempre quedamos ridiculizados, como medio bobos, o medio autistas, y las mujeres se lo pasan pipa desovariándose en sus sofás, dándose la razón a sí mismas, o por teléfono. Y tienen razón, las muy jodías, porque los hombres no hemos nacido para tener hijos, sino para procrearlos, y en esas situaciones se nos ven las costuras, y las imposturas, y uno desea esconderse bajo tierra para volver a emerger a los seis o siete años, cuando el chaval ya esté en edad de razonar, y sepa patear los balones de reglamento.

          Pero me lancé, a la piscina de Catastrophe, sólo porque Pepe Colubi ejercía de salvavidas, y ha sido en verdad un chapuzón reconfortante. Sharon Horgan y Rob Delaney son, además de los actores principales, los guionistas del invento, y han alcanzado una entente cordiale en la que alternan los chistes gruesos con las ñoñerías románticas. A veces, en el juego de roles, es él quien se pone romántico y cursilón, y ella quien se enfanga la lengua y suelta las obscenidades. Todo muy cool, muy del siglo XXI, con hombres que ya no rezuman testosterona ni mujeres que se sonrojan por decir polla. La anticomedia romántica, que dicen ahora los entendidos. La serie perfecta para ver en pareja, acurrucaditos en el sofá, sin que nadie suelte el bostezo ni señale a nadie con el dedo. O para ver en soledad, como es mi caso, sólo por el placer de echar unas sonrisas.  



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El rey del juego


🌟🌟🌟

Entre los muchos defectos que tiene este blog hay uno que reconozco imperdonable, y que prometo corregir algún día: la poca presencia del cine clásico, o viejuno, según los gustos del personal. Los cinéfilos de verdad emigran a otros blogs donde el escribano habla de películas anteriores a 1980, que es la fecha primera de mis recuerdos, y también de mis raciocinios. En los primeros fascículos hice incursiones en el cine de Godard, de Bergman, de Alain Resnais incluso, pero la mayoría de las veces salí decepcionado de la experiencia, incómodo conmigo mismo por no saber apreciar, por no poder entender. Y en vez de fingir, como hacen otros, y de lanzarme a la escritura solemne de la obra maestra, me dio por hacer ironía con las películas sagradas. Y ahí morí. Cualquier pretensión de construir un blog para los círculos intelectuales se fue por el retrete en aquellas escrituras, que querían poner humor donde sólo había analfabetismo cinematográfico, y rendición de la inteligencia.


           Mi desencuentro con el cine viejuno viene de los tiempos mozos, de cuando me quedaba roque los lunes por la noche viendo los debates de Qué grande es el cine. José Luis Garci y sus eruditos diseccionaban truños infumables que a mí me dejaban noqueado en el sofá. Me los imagino, por ejemplo, hablando de esta película que hoy he pescado en el TCM, en un esfuerzo titánico por redimirme. El rey del juego no es una película en blanco y negro, pero es de 1965, que casi es lo mismo. Steve McQueen es un as del póker que quiere derrotar al mejor jugador del país, un viejete con el aplomo y la mirada penetrante de Edward G. Robinson. Si cambiáramos la baraja francesa por el taco de billar, casi nos saldría otro El buscavidas, con Paul Newman desafiando al Gordo de Minnesota.

    En El rey del juego también hay amores tortuosos y aromas de fracaso. Un homenaje a los losers del sueño americano, tan impropio en aquella cinematografía de colorines. La película no está mal, con sus actores de tronío y sus doblajes de la época, que me retrotraen a los tiempos felices del Sábado Cine. Pero no es más que eso, una partida de póker estirada en sus prolegómenos, y en su desarrollo. Pero claro: esto lo digo yo, que sólo me fijo en lo accesorio, porque en Qué grande es el cine harían retratos psicológicos, y análisis socioeconómicos, y tesis doctorales sobre las posiciones de cámara, y no dirían ni mu sobre el único recuerdo perdurable que a mí me dejará esta película: la belleza mareante de Ann Margret, a la que dedicaría una florida y tierna poesía de no haber terminado ya con el espacio. 


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Hello Ladies, la película

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Como Hello Ladies, la seriesólo la vimos cuatro frikis repartidos por el mundo, cuatro desnortados de la vida, la HBO decidió cancelarla tras su primera temporada, y le concedió, al bueno de Stephen Merchant, la posibilidad de cerrar las tramas pendientes en una TV movie, que es como el premio de consolación para el tonto de la clase. Una película tragicómica, y divertida, pero un final indigno, en cualquier caso, para una serie memorable.


         En Hello Ladies, la película, Stuart Pritchard sigue siendo el mismo clown que trata de ligar con las supermodelos de Hollywood, y sale trasquilado en cada empeño. Uno se ha reído mucho con sus infortunios románticos, pero a veces, cuando Stuart volvía a casa, y se recalentaba la cena en el microondas, y veía la televisión en el sofá solitario, a uno se le congelaba la sonrisa, porque recordaba, súbitamente, como recién devuelto a la realidad, que uno anda como él desde hace varios meses, solitario y mustio, refugiado del mundo en esta habitación. Uno, además, por esas casualidades de la vida, guarda un cierto parecido físico con el tal Stuart, también alto y con gafas, también torpe y con pinta de lelo. Quiero decir que uno se ha identificado con el personaje, y que riéndose de él se ha reído también de sí mismo. De todas las taras que asolan el cuerpo cuando una mujer atractiva se acerca para preguntar la hora o la dirección del centro comercial. 

Viendo Hello Ladies me he reído de mi lengua, que se traba, de mi ocurrencia, que se atranca, de mi gesto, que no se acomoda. Del puto plexo solar, que tiembla como un pajarillo, y del corazón, que late desbocado, y del cerebro, que se vuelve loco con las conexiones, como una telefonista inútil de los tiempos antiguos. De la neurosis, que a los hombres sin prestancia siempre nos causan las mujeres interesantes. Desde los tiempos del instituto a los tiempos de ahora, sin que ningún aplomo se haya depositado con los años. 






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El año de las luces

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No todo va a ser follar, la canción de Javier Krahe, nos hace mucha gracia a los cuarentones porque hemos aprendido, efectivamente, que en la vida no todo es follar. También hay que comprar calcetines, como decía el maestro, y regar los cuatro tiestos, e intentar cruzar Núñez de Balboa si un día paseas por Madrid. Pero eso explícaselo tú a un chico de quince años: que la vida es algo más que desear a las chicas del instituto, y hacerse pajas en el desengaño de cada día. El chaval, quizá muy parecido a Jorge Sanz, pondrá esa mirada que provoca la pudrición de la médula espinal y te dirá: “¡Amos, anda!”. El chaval sabe que también hay que hacer los deberes, y que bajar la basura al contenedor, y que aguantar a los lerdos de los profesores, pero el monotema sexual, a su tierna edad, ocupa la primera plana del periódico mental, a cuatro columnas, y el resto de la existencia viene relegada en las páginas interiores, con los deportes y las tragedias, y los cotilleos de la tele.


         El año de las luces transcurre en el año II de la Pax Franquista. Alrededor de Manolo, su protagonista adolescente, España es una ruina de escombros y venganzas. Él mismo, enfermo de tuberculosis, ha de abandonar Madrid para ingresar en un preventorio de las montañas. En las cunetas hay gente detenida y fusilada. El fascismo español celebra cada conquista del Führer como una victoria propia contra los rojos. El paisaje es gris, y el suelo huele a cadáver. Han triunfado los malos, los casposos, los más tontos de cada pueblo. Y los curas, claro, como en cualquier encrucijada de este país, cuervos que se ciernen sobre la alegría de vivir. Pero todo esto, a Manolo, se la trae al pairo. Él vive pendiente de las tetas que abultan los trajes, de las pantorrillas escuetas que dejan ver las falangistas con uniforme. Es muy escaso el estímulo, pero muy grande el deseo. Manolo, pobrecico, vive atrapado en el monotema, que es como una melodía que no puede quitarse de la cabeza.
A mí, a su edad, también me importaban muy poco la Perestroika o la reconversión industrial. Yo me apiadaba de los rusos, y de los parados nacionales, pero apenas me detenía a reflexionar sobre la gravísima realidad. Eran muchas, las muchachas, y muy palpitante, la eterna frustración.



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Hello Ladies

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Hello Ladies es una sitcom que sólo vimos el Tato y yo. El Tato, por cierto, era un torero del siglo XIX que jamás faltaba a una feria o a una corrida benéfica. De ahí viene aquello de "no vino ni el Tato", cuando nos referimos a un evento vacío de gente. Pero yo, por supuesto, no me refiero a este Tato, el torturador de toros, sino a otro tipo, contemporáneo mío, que imagino de la misma guisa por las noches, hastiado de la vida, derrumbado en su sofá, viendo las mismas ficciones que yo en una simetría que es al mismo tiempo perturbadora y reconfortante.

       Supongo que fue él, el Tato, el que vio la comedia de Stephen Merchant cuando la pasaron por Canal +, hace dos años. Alguien en la sala de mandos descubrió la verdad de tan magra audiencia y decidió desterrarla para siempre de la parrilla. Ni multidifusiones ni segundas oportunidades. Y ahora que he querido rescatarla para echar unas risas, no la tienen ni en el Yomvi, donde presumen de tenerlo todo. Hello Ladies no está editada en DVD, ni está disponible en los caladeros del pirateo. Es una serie maldita, olvidada, que he tenido que buscar en la lejana web de unos amigos argentinos, gentes de buen gusto que la tenían subtituladita y todo. Una maravilla.

         Hello Ladies cuenta la odisea sexual de Stuart Pritchard, un informático de las Islas Británicas que tiene el valor de hacer lo que yo nunca haré: dejar de amar los hologramas de las actrices guapísimas y plantarse allí, en el ojo del huracán, en el mismísimo Hollywood de las estrellas, a intentar conquistarlas con la carne y el hueso de su body, y no con escrituras románticas al otro lado del océano. Stuart es un tipo longilíneo, gafudo, de movimientos torpes y lengua traicionera. Pero es decidido, valiente, inasequible al desaliento. Da igual: en los momentos supremos del ligoteo siempre tiene un resbalón, un mal apoyo, un comentario en la boca que debería haberse pensado dos veces. Y las chicas de Hollywood, claro está, no le perdonan ni un sólo error. 

    Hello Ladies parece una comedia, y es verdad que te ríes mucho con las trapisondas, pero por debajo de la superficie late un drama de los que hacen mella en el corazón: la distancia insalvable que nos separa de las mujeres hermosas. Un abismo genético, evolutivo, que como decía el personaje de Neal en Freaks and Geeks, “es La Ley”.



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