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El cine es el asunto más serio de mi jornada, casi
de mi vida entera, y no puede ser tratado a la ligera. El resto del día viene
impuesto, o puede ser improvisado sin consecuencias fatales. La película, en cambio,
tiene que ajustarse a mis exigencias, a mis estados de ánimo cambiantes. Lo otro sería la ruina mental, el acabose, el colofón de mierda a una jornada perdida por entero.
La película tiene
que coronar la medianoche con el mismo brío de los ciclistas alcanzando la cima
del Tourmalet. Las dos horas de la película han de equilibrar, en la balanza,
las otras veintidós de tiempo perdido. Antes de embarcarme en la aventura leo
las críticas, escruto los repartos, busco referencias del director o del
guionista como si estuviera contratándolos para hacer un trabajo. De hecho,
ellos trabajan para mí, alquilados durante dos horas en mis propios aposentos,
como hacían los antiguos reyes en sus palacios con los músicos o con los
bufones. A cambio, yo les sufrago las mansiones, y los cochazos, y las titis
despampanantes, con el dinero que me dejo en los canales de pago y en los DVDs
del centro comercial, único pagano en esta tierra sodomítica de los gratuiteros
sin complejos, que Yahvé no parece condenar.
Hoy, sin embargo, me he lanzado a la piscina sin haber
probado el agua con el dedico, guiado sólo por este título enigmático, Gente en sitios, que viene a ser como
una fórmula magistral que resume la vida misma: el devenir azaroso de los
humanos, la madeja inextricable de los destinos. Porque la vida es,
efectivamente, despojada de adjetivos y de palabrerías, gente en sitios. Gente
que nace y mata, gente que construye y destruye, que folla a lo loco o reza el Padrenuestro. Gente en sitios, haciendo cosas. Qué es, si no, esta pesada
Navidad, con su barullo de compras y parabienes, de cenas y comilonas: gente en
sitios, muchos desubicados del habitual, en casa de la mamá, o del cuñado,
contando las horas para volver al sitio propio, al hogar donde uno puede poner
los cojones encima de su propia mesa La Navidad viene a ser, mayormente, gente fuera de su
sitio, y de ahí tanto conflicto, y tanta mala hostia a punto de explotar. Gente en sitios... Me parece cojonuda,
la expresión, una cosa enigmática, pura, casi oriental, un haiku...
Luego, la verdad, la película no es gran cosa, una sucesión de sketches con
gente rara sorprendida en lugares comunes. A veces sonríes, y a veces te rascas
la cabeza, desubicado y perplejo. Es difícil saber qué pretendían sus creadores
con esta sucesión de surrealismos buñuelanos y tontacas que parecen sacadas de Muchachada Nui. Pero queda un
poso, un provecho, un algo indefinido sobre lo estúpida e impredecible que
puede ser la gente. Hay algo muy turbio, muy negro, en Gente en sitios, y eso, en Navidad, aunque sólo para tocar los
cojones, siempre se agradece.