Big Bad Wolves

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En algún sitio leí que Big Bad Wolves era, para Quentin Tarantino, la mejor película del año pasado. Y hoy, traicionado por este domingo sin fútbol que me devoraba el ánimo, me dejé llevar por la compulsión del cinéfilo y navegué por la costa de los bucaneros para robar una copia ilegítima. De haberme parado a pensar cinco segundos, sólo cinco segundos, me habría ahorrado este mal rato de aburrimiento argumental, y de snuff movie asqueante. Se me pasó, una vez más, que Tarantino es el hombre que come mierda y caga pepitas de oro. El hombre de la gran quijada siempre alimentó su cinefilia con el cine de peor calidad, con el más cutre, con el más desquiciado, con el que no tiene ni pies ni cabeza pero sirve para echarte unas risas con los colegas, o para achuchar a la novia en los momentos de gran susto. El aparato digestivo de Tarantino es único en el mundo, colocado del revés por un capricho genético irrepetible: lo suyo es comer mierda y luego defecarla en forma de platos exquisitos. A Quentin hay que seguirle en sus películas, que son casi siempre enjundiosas, y en las entrevistas, donde es un tipo original y divertido. Pero no, ay, tonto de mí, cómo pude olvidarlo, en las recomendaciones que hace para la peña.







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