Cuscús

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Antes de levantar pollas y ampollas con La vida de Adèle, Abdellatif Kechiche, había rodado otra película titulada Cuscús que también tuvo su recorrido exitoso por los festivales. Uno, no lo voy a negar, esperaba encontrar en Cuscús emociones parecidas a las que nos regalaron Adèle y su amante del pelo azul. Uno soñaba con otra película estimable, de buen cine apasionado, en el que se deslizara por aquí y por allá algún polvo del siglo digno de ser recordado. Uno es cinéfilo y gorrinófilo a la vez, y esa dualidad del alma provoca un conflicto que sólo en películas como La vida de Adèle encuentra el camino de la paz y el armisticio de las tensiones.


    Pero Cuscús, para desolación de mi yo más indecente, se va por cerros argumentales que no son los de Úbeda, y mucho menos los de Safo. Cuscús es cine social, comprometido, de pobres que luchan por salir adelante en la vida y funcionarios vendidos al capital que les hacen la vida imposible. La vida misma, en definitiva, con su proletariado y su precariado, y mucho hijo de puta que anda suelto por ahí. Cuscús se parece mucho a las películas de Ken Loach, o más todavía, a las de Robert Guédiguian, que también es un rojo francés que se las trae con abalorios. De hecho, entre la Marsella de Guédiguian y este puerto comercial de Sète apenas hay cien kilómetros de distancia, y cero, ninguno, en la problemática social de la clase trabajadora.  Tales historias satisfacen a mi bolchevique interior, y al buen cinéfilo que aplaude la propuesta indignada, pero no, ay, al simio que se ha pasado toda la película esperando la oportunidad de avanzar en los tocamientos, y que se ha quedado, como premio de consolación final, con esa danza del vientre que no es moco de pavo, ni mucho menos, pero que está muy lejos -a varios orgasmos-luz del dulce retozar de Adèle con su amante -descubriendo la juvenil fogosidad.




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