Looper

🌟🌟🌟

Looper es una película de ciencia-ficción sobre hombres que son enviados al pasado para que su yo más joven los asesine a cambio de ganar un pastizal. Looper es un galimatías de líneas temporales, de paradojas existenciales, que un espectador atento puede seguir si no se hace demasiadas preguntas. Hay que estrangularlas nada más nacer para que Looper, que es una película entretenida en la que además sale Emily Blunt partiendo corazones por la mitad, se deslice limpiamente hacia su trágico e inevitable final. El mismo personaje de Bruce Willis, en su primer encuentro con su yo más joven, se ordena a sí mismo, tajantemente, que no haga preguntas:

- No quiero hablar de putos viajes en el tiempo. Porque si nos liamos a hacerlo estaremos todo el día haciendo diagramas y te juro que es un coñazo. Así que olvídalo.


    A mí, sin embargo, lo que más me fascina de Looper son los poderes telequinésicos de  sus personajes. En el futuro, una minoría de seres humanos desarrollará una mutación que los capacitará para mover objetos con la mente, y eso los volverá tremendamente poderosos para dirigir los cotarros y atraer las sexualidades. La telequinesia es el superpoder que yo me compraría de venderse en las tiendas, el que yo me implantaría si pudiera acceder a la terapia genética en el Centro de Salud. Otros amigos míos, en las tertulias absurdas, se decantan por la visión de rayos X, o por el don de la invisibilidad, siempre pensando en guarrerías. Yo prefiero mover objetos con la mente y hacer pequeñas jugarretas a los que me caen mal; tremendas putadas a las personas que odio desde las vísceras. Delinquir de otra maneera. Sería el puto amo del barrio, un mafioso de gafas de pasta y cara de poco espabilado que esconde un pequeño demonio dentro de la cabeza 



Leer más...

Sueño y silencio

🌟🌟

En Sueño y silencio, su director, Jaime Rosales, que es un experimentador del cine que a veces acierta de plano y a veces duerme a las ovejas, consigue exactamente eso segundo que propone: sumirme en el sueño a través del silencio hermético de sus personajes. 

Uno entiende, e incluso aplaude, que Jaime Rosales trate de hacer cine diferente y poco manido. La muerte de una hija pequeña, en manos de un director americano de la factoría, o de un sensiblero realizador de nuestro terruño, sería un espectáculo de pornografía sentimental difícil de ingerir: el drama de un matrimonio que se pasaría toda la película llorando, reprochando, ensoñando, padeciendo, gimiendo, chillando, maldiciendo, rezando... Una reacción lógica que en el cine, no sé por qué, siempre queda melodramática y un poquitín ridícula. Un espectáculo terrible. Creo que sólo una vez me creí a pies juntillas la pérdida ficticia de un hijo: fue en 21 gramos, la película de Iñárritu, con aquella soberbia Naomi Watts que se moría de dolor entre los suspiros y la incredulidad del momento.


Rosales, en su intento por ser distinto y original, convierte a sus personajes en figuras de piedra. Huyendo del espectáculo más evidente y efectista, ordena a sus actores -que en realidad no son actores profesionales- que escondan, que tapen, que se queden mirando a la nada durante minutos que se hacen interminables para el espectador. Intuimos que hay ríos de lava tratando de perforar esas máscaras de roca para brotar con rabia de sangre. Pero o los actores son cojonudos, o Rosales, en el rodaje, les atizaba con el látigo cada vez que una emoción asomaba en sus rostros. En el duermevela que me priva de la segunda parte de la película, uno, chapoteando en el marasmo, ya no recuerda bien si la hija estaba muerta o si la habían perdido en el parque; o si la chica, quizá, sólo había suspendido las matemáticas y los padres ponían cara de qué le vamos a hacer, mañana será otro día. Me cuentan que al final había unos planos muy poéticos, ensoñadores, de cine de altísima calidad, como buscando fantasmas o aventurando el milagro de una resurrección. No sé...  Mientras este cine de valiosos quilates transitaba por mi televisor, yo, en el sofá, despatarrado y con babilla en los labios, ya soñaba con el próximo Mundial de fútbol, con las tardes eternas que pasaré persiguiendo la pelota por los pastos brasileños, siempre demasiado altos y resecos.




Leer más...

Holy motors

🌟

Había leído críticas muy exaltadas sobre esta película francesa titulada, de un modo extraño y muy británico, Holy motors. Los críticos de guardia se peleaban por encontrar expresiones más altas que la tan manida “obra maestra”, o que la “película excepcional”. Y uno, que estos días andaba con prisa y bastante despistado, se lanzó de cabeza a Holy motors sin pasar el trámite obligado de una segunda opinión. Me hubiera venido bien el aviso de que esta piscina, contrariamente a lo que aseguraban, no tenía agua para amortiguar la zambullida. Porque la hostia ha sido morrocotuda. El agua que decían pura y cristalina, de un cine esencial y desatado, que manaba de las fuentes primordiales del séptimo arte y no sé cuantas gilipolleces más, no era más que un espejismo compartido por estos lunáticos que ven las películas con los ojos torcidos y el espíritu crítico vuelto del revés. 

Leos Carax goza del poder mesiánico de arrastrar a los críticos en los festivales, y los convence de haber convertido las heces de la mañana en vino de Burdeos. Ha sido ahora, en el sopor de la noche ya calurosa, indignado y flipado a partes iguales, cuando he descubierto que Boyero y Marchante, mis oráculos de Delfos, mis críticos de cabecera, mis guías espirituales en este asunto primordial del cine, echaban pestes de Holy motors en sus críticas, por ser película estúpida y pretenciosa. No les leí a tiempo, antes de enfrentarme al monstruo pavoroso, desarmado de lanza y de coraza. Ahora, en el insomnio, me lamo las heridas, y juro próxima venganza. Mis desquite será no volver a ver, no volver a tener en cuenta.




Leer más...

Sightseers

🌟🌟🌟

Hace unos cuantos milenios, cuando nuestros antepasados vagaban por el mundo armados de cachiporra, cualquier ofensa podía ser respondida con un garrotazo que causara la muerte del ofensor. Una mala mirada, un mal gesto, un no apartarse del camino en el momento adecuado... El mundo prehistórico era un Far West de vaqueros semidesnudos que sólo bebían agua y conducían rebaños de mamuts. En Atapuerca, separando las cuevas a izquierda y derecha, había una gran calle polvorienta donde los homínidos paseaban y se vigilaban, desenfundando sus garrotes al menor atisbo de desafío. No había por entonces música de Ennio Morricone que añadiera más tensión a la escena, pero de fondo aullaban los lobos, y los tigres con dientes de sable. Las leyes y las cárceles eran elementos disuasorios que los mesopotámicos aún no habían inventado, así que había barra libre para ejercer la venganza y el desahogo. Ningún sheriff salido de Los Picapiedra iba a meterte en el calabozo por matar a otro fulano. Lo que luego hiciera contigo la tribu del asesinado ya era harina de otro costal.


El primer crimen que comete esta pareja de chalados en la película Sightseers tiene algo de prehistórico y de salido de las vísceras. El muerto es un imbécil que se les cruza en el camino tres veces en el mismo día, comiendo un helado y lanzando el correspondiente envoltorio al suelo, un incauto que no sabe con qué psicópatas disfrazados de ciudadanos está tratando... Cinco minutos después yacerá muerto en el asfalto del aparcamiento, atropellado accidentalmente por un coche con caravana que se da a la fuga con toda tranquilidad. Quién no ha soñado alguna vez con un crimen así, limpio, rápido, impune, que hiciera justicia con los incivilizados reincidentes, esos que enciman te miran retorcidos y te gritán "¿Qué pasa?" En ese segundo de rabia en el que el hombre civilizado todavía no ha comparecido, el troglodita interior sólo se detiene ante el miedo de ser delatado por un testigo, de ser castigado por la autoridad, de ser enculado en las duchas no vigiladas de la cárcel provincial. Lo único que nos separa de estos demenciados psicópatas de Sightseers es que en ellos el hombre civilizado, o la mujer tolerante, llegan mucho más tarde a la cita. 

Es una pena que Sightseers no ahonde en estas cuestiones de enjundiosa antropología, y prefiera irse por los cerros de Úbeda, o por las Highlands de los escoceses, para hacer cuchipanda y gamberrada que divierte mucho a los adolescentes. Te ríes, sí, pero mucho menos que al principio, cuando la cosa visceral te salía del alma y no lo podías remediar. La sonrisita del criminal frustrado.





Leer más...

Route Irish

🌟🌟🌟

En Route Irish -película que toma su nombre de la carretera que une el aeropuerto de Bagdad con la capital- estos radicales británicos que son Ken Loach y Paul Laverty vienen a contarnos que la guerra de Irak fue un pretexto para que los anglosajones se forraran destruyendo infraestructuras y reconstruyéndolas después. La guerra sacrificó a millares de jóvenes soldados para aplacar la ira del dios Dinero, y convencerle de que dejara fluir los negocios con la fuerza de su poder mesopotámico. Una mentira sangrienta y chusca: eso fue la guerra en la que nuestro ex bigotudo ex presidente hizo el papel de bufón mayor de la corte, con su inglés de nivel medio y sus ingles cruzadas sobre la mesa de tomar el café. Ansar, por supuesto, no sale en la película, porque él es un personaje tan despreciativo como despreciado, y por tanto despreciable.

            Route Irish es cine que se agradece, que nunca está de más, pero que no aporta nada nuevo a los espectadores que ya entonces leíamos los periódicos. La película de Loach  transcurre plácidamente por los caminos de la denuncia, sin dejar ninguna intriga, ninguna sorpresa. Pero no por impericia, sino porque es imposible que las haya. Para reconstruir la historia y amoldarla a su gusto ya están los tertulianos de derechas en la TDT. Los malos de Route Irish ya son malos desde el inicio, y los buenos, aunque flipen con las armas, y hagan locuras causadas por el estrés postraumático, son tipos cargados de verdad y de valentía. “¡Se equivoca usted” -exclamarán indignados los lectores que ya han visto la película - “¡Al final hay una sorpresa!”. Y es cierto, pero tal campanada no desdice en nada lo expuesto en el párrafo anterior. Como decía mi abuela, lo mismo peca el que mata que el que tira de la pata.




Leer más...