La parte de los ángeles

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La parte de los ángeles es una de las películas más inspiradas de este dúo dinámico de la canción protesta que son Ken Loach y Paul Laverty. En otras películas, cuando prescindían de los toques de comedia y se lanzaban directamente a la yugular del capitalismo, Loach y Laverty se revelaban como dos plastas de mucho cuidado, a los que uno aplaudía en público porque son camaradas del partido, pero a los que luego, puertas adentro, cuando la prensa de derechas se iba a ver los toros, uno echaba en cara su habilidad para dormir incluso a las ovejas. Los José Luis Garci de izquierdas, les llamábamos cariñosamente en las reuniones del politburó. 

La denuncia del capitalismo servida en crudo, sin aliñar, es una cosa muy sosa, muy didáctica, más propia de los documentales que de las películas que uno ve a las diez de la noche con la intención de no dormirse y seguir vivo. Hay que meterle humor a la propaganda, ironía, guasa, tías en pelotas si puede ser. Lo social no quita lo valiente. La parte de los ángeles es mitad denuncia del sistema y mitad aventura de este poligonero escocés que aprende en dos días a distinguir un whisky escocés de otro irlandés. Una cosa como de realismo mágico de García Márquez que asumimos sin mayor problema porque nos lo cuentan con gracia y bonhomía. La parte de los ángeles es una película de mucha enjundia que todos los rojos del mundo -¡unidos!-  ya guardamos en nuestra videoteca revolucionaria como un tesoro del cine social. 




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The Bling Ring

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The Bling Ring, la última película de Sofía Coppola, cuenta las andanzas de una pandilla de niñatas de Los Ángeles que se dedicaban a entrar en las mansiones de los famosos para curiosear entre sus pertenencias, y llevarse objetos de lujo con los que luego presumir ante las amistades. Entre pitos y flautas -porque esto es a true story- llegaron a robar artículos por valor de tres millones de dólares, sumando bolsos y relojes, zapatos y vestidos, braguitas y sostenes. Ellas no eran unas verdaderas ladronas que luego revendiesen lo robado a los traficantes. Para estas pijas californianas, el verdadero placer, y el verdadero triunfo, radicaba en estar allí, curioseando en los vestidores, en las alcobas, en los cuartos de baño, imaginándose también ricas y perseguidas por la prensa. Eran tan inocentes y tan bobas, que luego, cuando llegaban a casa, se retrataban con los objetos robados, y colgaban las fotografías en el Facebook para que se muriesen de envidia las amistades. No hizo falta contratar a ningún detective para resolver el caso.


           Al terminar de ver The Bling Ring, uno lee que el vestidor de la mansión de Paris Hilton no es uno que se hayan imaginado los productores, sino el entero y vero de la heredera de los hoteles, que dio su permiso para rodar allí las escenas centrales de la película.  Una náusea de zapatos de tacón, de bolsos de lujo, de ropa interior de diseño... Uno se queda maravillado, y asqueado, ante tamaño desvarío. El bolchevique que llevo dentro se pone hecho una furia, y echa las cuentas interminables del dineral que esta megapija tiene allí almacenado. El crimen de las niñatas ya parece menos crimen, robando a quien legalmente no ha robado, pero sí acaparado, malgastado, defraudado. Hay tantos sinónimos de robar que están dentro de la ley... La misma Sofía Coppola parece quedarse estupefacta detrás de la cámara, ella que también es, aunque se gane la vida noblemente, una insigne pija de la Costa Oeste. Cuando por fin hagamos la revolución, primero tomaremos Manhattan, como cantaba Leonard Cohen, y luego nos iremos a Los Ángeles, a darle un cachete a Sofía, por no aprovechar The Bling Ring para denunciar el estado lamentable de las cosas. 




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El Hobbit

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Me han pillado con treinta años de retraso, las aventuras de Bilbo Bolsón en El Hobbit. De chaval me hubieran fascinado los mundos antropomórficos de Tolkien o de Peter Jackson, que ya no sabe uno lo que pertenece a la literatura y lo que se van inventando para rellenar las películas. Los enanos, los elfos, los orcos, los trasgos... La imaginación es desbordante, desde luego, y la producción millonaria, y los paisajes neozelandeses producen escalofríos de belleza. Pero hay algo infantil en El Hobbit que me aleja de la trama y me impide seguir a mi hijo en su entusiasmo. Él flipa con las peleas, con las fisonomías, con los idiomas inventados que parecen de hadas o de demonios. La imaginería de Tolkien le tiene hipnotizado como un feligrés de la Edad Media entrando en una catedral gótica. Yo también era así, a su edad, impresionable y apasionado. 

    Hace unos pocos meses, la trilogía de El Señor de los Anillos nos convirtió a los dos en La Pequeña Comunidad del Sofá, alegre y risueña, porque A. disfrutaba del lo lindo, y yo, que había leído los libros en la juventud, iba recordando tramas y personajes. Salían, además, hombres y mujeres, de Gondor y de Rohan, y uno al menos comprendía sus intenciones, y se recreaba en algunos bellezones femeninos que el tunante de Peter Jackson puso ahí para atraer a los papás. Pero aquí, en El Hobbit, los humanos no aparecen ni por asomo, y son el resto de homínidos de la Tierra Media los que se pelean por un puñado de oro. Hay mucho griterío, mucha persecución, mucha magia que a veces mueve montañas y a veces no es capaz de matar a una mosca. Hay muchas preguntas sin respuesta. Mucho lío.



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Rush

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Cuando yo era pequeño, nuestras madres lloraban a mares con aquella canción que Roberto Carlos -el cantautor, no el futbolista- le dedicó a su madre: Lady Laura, abrázame fuerte, Lady Laura... Nosotros, los chavales, que veíamos la Fórmula 1 en la tele y flipábamos con el rugido de los motores, nos burlábamos de ellas cantando Niki Lauda, abrázame fuerte, Niki Lauda... Así canturreábamos mientras jugábamos a las carreras con las chapas de Mirinda; en las aceras del barrio, trazábamos con tiza unos circuitos de mucho mareo y luego le dábamos suavemente al bólido para que no derrapara en las curvas, y un hostiazo descomunal, cuando llegábamos a la recta, con la uña del dedo. 

Yo era muy de Niki Lauda, y en mi escudería de la naranjada o de la limonada él corría siempre con su cara recortada. Me hacía mucha gracia, su nombre, y además me daba pena su rostro desfigurado, y su gesto siempre hosco. Pensábamos, además, en nuestra ignorancia supina, que Niki no se comía una rosca entre las bellezas de tronío, las del champán y el ramo de flores en la entrega de premios, que seguramente lo miraban un instante porque estaba en el contrato y luego salían espantadas. Qué poco sabíamos del poder afrodisíaco del dinero, y de la fama, los tontainas  del suburbio, que aún discutíamos sobre la virginidad de María en clase de religión. El mismo personaje de James Hunt, en Rush, que es la película que ha desatado esta ristra de recuerdos, decía al principio de la película:

            "Tengo una teoría de porqué a las mujeres les gustan los pilotos. No es porque respeten lo que hacemos, correr dando vueltas y vueltas... La mayoría creen que es ridículo, y quizá tengan razón. Es la proximidad con la muerte. Cuanto más cerca estás de la muerte más vivo te sientes, más vivo estás, y ellas lo notan, lo sienten en ti".

            Es una manera muy poética de decir que las mujeres se vuelven locas con la testosterona, y que en esta predilección  llevan su cara y su cruz, su gozo y su condena, pues el mismo macho que las vuelve tarumba luego les pone los cuernos con otra mujer, o se pega una hostia mortal haciendo el imbécil con los amigos. Porque la testosterona es lo que tiene, que es eruptiva e ingobernable, y cuando fluye a chorros  te convierte en un semidiós irresponsable, que lo mismo te empuja a escalar montañas y caerte por el precipicio que a subirte a un Fórmula 1 y estrellarte contra el muro. 

           


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Hitchcock

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De este biopic titulado Hitchcock, a uno le interesaba, por encima de todo, el proceso creativo que llevó don Alfredo a parir una película como Psicosis, que ahora nos da un poco la risa, sí, porque medio siglo de asesinatos en la pantalla nos contemplan, pero que por entonces, en el año 60, fue un acontecimiento de mucho horror y mucho patatús. Yo mismo, de pequeño, en un pase de Psicosis que programó Ibáñez Serrador en Mis terrores favoritos, tuve que cerrar los ojos varias veces, aterrorizado por las ocurrencias siniestras de Norman Bates. Después de aquello pasé varios meses acojonado en la ducha. Me negaba a cerrar los ojos cuando el champú  se derramaba por la cara, y pillaba unas irritaciones que me dejaban los ojos tan  rojos como los de Darth Maul. Pero prefería el picor antes que la oscuridad que precedía a la aparición de la silueta, tras la cortina, cuchillo en ristre, moño satánico, bata de andar por casa... Cuántas veces imaginé que mi sangre se iba por el desagüe de la ducha, haciendo remolinos de color rosa...


            Al principio de Hitchcock uno se las promete muy felices con la función, pues todo arranca con los crímenes horrendos de Ed Gain, y el interés de don Alfredo por su personalidad descompuesta. En los primeros minutos vemos a don Alfredo y a su esposa Alma trabajando en la contratación de los guionistas y los actores. Mientras toman el té o podan los setos del jardín, ellos, codo con codo, van puliendo el guión, orientando la historia, buscando financiación privada... Uno asiste al espectáculo maravilloso de las mentes creadoras puestas en marcha, atando cabos, soltando lastres, dando forma a lo que en principio sólo es una idea y luego, en un puñado de meses, devendrá una película de suave y flexible celuloide. 

      Pero a la media hora de metraje, los responsables de Hitchcock deciden romper el encanto, y se van de excursión por otros cerros más trillados. Se olvidan de Psicosis y de sus jugosos intringulís para hablar de la extraña relación del matrimonio Hitchcock: una relación que es pura especulación, y puro melodrama innecesario, pues ni siquiera los contemporáneos, ni los más allegados a la pareja, supieron nunca qué pegamento les unía. Ellos eran británicos, pudorosos, alérgicos a los focos. Se sospecha que dormían en camas separadas, que no follaban nunca, que Alma vivía resignada a los escarceos más platónicos que aristotélicos de su marido. Pero todo esto es melodrama, marujeo, desinterés del cinéfilo. Lo que era un making-off interesantísimo de Psicosis, acaba derivando en un culebrón para la sobremesa, con affaires extramatrimoniales, discusiones en la cocina, ya no me quieres como antes y tal y tal... Bah.


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Las ventajas de ser un marginado

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Tendría que haber desconfiado de una película que lleva por título Las ventajas de ser un marginado. Porque ser un marginado, obviamente, no acarrea ninguna ventaja. Lo que pasa es que me habían hablado muy bien de esta película, y me enredaron, y me dejé llevar... Otro retrato generacional de los que fuimos adolescentes en los años ochenta y grabábamos canciones en casetes que eran testimonios musicales de nuestra personalidad. Todos los chavales juntábamos churras con merinas en las cintas TDK y luego nos intercambiábamos los experimentos para que los amigos, o las chavalas, pudieran atisbar el fondo de nuestras almas, que en el trato personal siempre quedaban ocultas tras el acné y la timidez. A mí, indeciso en lo musical como en todo lo demás -salvo en mi amor por las mujeres pelirrojas y por el Real Madrid de Butragueño-, me salían unas cintas que en realidad no me definían, porque yo allí ponía de todo, desde rock duro hasta reggae, desde Mecano hasta Bruce Springsteen, y los conocidos, cuando descubrían el cacao musical que se agitaba en mi cabeza, no lograban ubicarme en ningún grupo, ni en ninguna tribu, y no me marginaban, pero se partían de la risa a mi costa. 


          Los deslenguados me vendieron muy bien la película del marginado, con el rollo ése de que el protagonista es un chaval de dieciséis años que quiere ser escritor y busca novia desesperadamente en el instituto. Y quién de entre nosotros, ay, no quería ser escritor a esa edad, y no buscaba desesperado su primer beso, con la cara de tontaina y el trauma en la cabeza. El problema de Las ventajas de ser un marginado es que este chico, aunque vaya de sufridor por la vida, acaba calzándose a dos chavalas de mucho tronío, y eso no tiene cabida en una película que supuestamente hablaba de la soledad y la congoja. Uno buscaba la identificación con el protagonista y recibió la bofetada del macho triunfante. Al final resultó ser un título irónico, lo del marginado, pues el gachó pasa de ser oruga a mariposa y sobrevuela como un fucker orgulloso los guateques del viernes por la noche. A él si que le funcionó lo de ir de mosquita muerta, con la mirada caída, y la espalda encorvada.... Marginación fue lo nuestro, no te jode, en el instituto de los curas, que nos pasábamos la vida estudiando y escribiendo poesías de mala calidad, soñando con chavalas que siempre vivieron por encima de nuestras posibilidades.



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Freaks and Geeks

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Estos freaks and geeks de 1980 se parecen mucho al adolescente que yo mismo fui pocos años más tarde. Guardamos, incluso, un cierto parecido físico, porque los chavales de antes madurábamos más tarde, y la cara de lelos y las mandíbulas lampiñas nos duraban mucho más tiempo que ahora. Parecíamos, y éramos, unos gilipollas integrales. La cara jamás nos desmintió el alma. Ahora, en cambio, los adolescentes crecen más rápido, y mucho mejor, gracias al yogur desnatado y a la carne hormonada de los supermercados. Se hacen mayores mucho antes, y los rasgos sexuales les acompañan en la velocidad de crucero. De la niñez a la adolescencia ahora sólo hay un suspiro, un viaje en AVE, y no la carretera tortuosa de antes, que era un mareo insufrible. Ahora, los freaks, y los geeks, queman etapas en un santiamén, y pasan de ser niños a pequeños hombres en apenas unos meses, sabihondos y desenvueltos, resabiados y chuletas. 

        En Freaks and Geeks, Sam Weir y sus amigos hablan de los mismos temas que nos obsesionaban a nosotros: de Star Wars, de combates entre superhéroes, de dudas sexuales que provocarían la carcajada entre los  adolescentes del siglo XXI. Yo mismo pensaba, en los albores de mi sexualidad, que la vagina era un conducto de entrada frontal, situada algo por debajo del ombligo, y que el amor, por tanto, siempre era un enfrentamiento frontal, no diagonal y angulado, como luego descubrí. Toda una metáfora... 

     En Freaks and Geeks, al igual que en mi adolescencia, la tecnología más avanzada es el televisor en color, y el portero automático del portal, que nunca chutaba del todo. No existe internet, ni twitter, ni PlayStation.  La vida transcurría en las calles, topando con las chicas que uno soñaba, o recorriendo los parques en bicicleta. Las películas las veíamos en la tele cochambrosa, o en el cine abarrotado, y tuvimos que esperar varios años a que los aparatos VHS bajaran de precio para poder comprarnos uno, y hacernos socios del videoclub de la esquina, para rescatar los grandes clásicos, pescar las novedades que nunca estaban, deslizar alguna guarrería en el sandwich cinéfilo de las películas decentes... Son cosas que no le cuento a mi hijo porque se partiría el culo de risa, y perdería el poco respeto que todavía me guarda. Le he animado a que vea Freaks and Geeks conmigo, para que comprenda de dónde vengo, y a dónde voy, y cuánto ha cambiado el mundo desde entonces. Pero la serie, aquí en España, sólo está disponible con subtítulos, y los subtítulos son lectura para mi hijo, esfuerzo escolar, materia evaluable. Él desciende de la LOGSE y de sus hijas putativas. Yo me críe en la EGB, que en comparación con  lo de ahora fue como hacer una mili. Aunque éramos medio imbéciles, sobrevivimos a la tempestad. No teníamos nada: sólo tiempo, y un balón de reglamento.


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Tres monos

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Los cinéfilos interesados en Nuri Bilge Ceylan ya cuentan con otros blogs mejor escritos, mejor diseñados, donde el encargado escribe con mucha enjundia sobre el cine del mar Negro y le saca zumo a cada plano y a cada giro de la cámara. En esas páginas los blogueros hablan de cine muy seriamente, porque allí se congregan los cineastas de verdad, y los estudiosos del séptimo arte,  y yo aquí, aunque a veces lo parezca, no hablo de cine, sino de la vida misma, y de mí mismo mientras veo las películas. Y a quién le iban a interesar estas introspecciones en mi ombligo, de donde sólo saco pelusillas, y alguna migaja que se coló del bocadillo.
  
            Si estas páginas fueran realmente lo que prometen -un club virtual para que se congreguen  los cinéfilos de pro, muertos o vivos- uno tendría que hablar de Tres monos como lo haría un crítico renombrado en un festival de cine europeo, alabando la fotografía, desmenuzando los ritmos, estableciendo relaciones con el contexto socio-económico de la Turquía actual. Y a uno, sinceramente, estas cosas no le salen. De Tres monos me interesa la desventura de sus personajes, y por eso se la recomiendo aquí las amistades,  porque esta familia de proletarios jodida la vida es un tema de rabiosa actualidad, aquí y en Turquía. Una historia muy socialista en el fondo. Y aunque pego varias cabezadas en el sofá, y veo la película dividida en tres actos, porque Bilge Ceylan se pone muy plasta con los planos sostenidos y las composiciones pictóricas, llego hasta el final intrigado por el destino que les aguarda a estos turcos atrapados en su destino. Son turcos como usted y como yo, currantes que viviían al borde del abismo y un mal día tropezaron con algo o con alguien para hacerlos casi caer. Cuecen habas en ambos extremos del Mediterráneo. En Turquía los hombres llevan mostacho, y las mujeres rubias parecen prohibidas por la autoridad. Hay mezquitas en lugar de iglesias, y los equipos de fútbol son más ruidosos y de peor calidad. El resto es todo lo mismo. "En las antípodas todo es idéntico/idéntico a lo autóctono", cantaba Javier Krahe.




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Stuck in love

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Stuck in love es una película sobre escritores que se enamoran de gente muy bella y luego lanzan filosofías muy personales sobre la existencia. Así resumidas, las vidas de estos personajes podrían parecerse a la mía, aunque yo esté tan lejos del mar. Yo también escribo en este blog, y aventuro reflexiones vitales, y me enamoro todos los días de una mujer muy hermosa... Fue esa similitud inicial la que me empujó a ver la película, pero luego, minuto a minuto,  fui descubriendo que ni mi yo ni mi circunstancia tenían nada que ver con estos fulanos. El escritor padre -Greg Kinnear- y sus hijos modélicos -la preciosa Samantha y el romántico Rusty- son escritores que escriben de verdad, novelas y cuentos, que publican en las más prestigiosas editoriales de Estados Unidos. Hasta coleguean un poco con el mismísimo Stephen King, que se declara admirador del estilo familiar en un cameo telefónico. La genética les ha hecho guapos, talentosos, decididos. Lo tienen todo para triunfar. Chascan los dedos de la mano derecha y consiguen que la pareja perfecta se derrita por sus huesos. Chascan los dedos de la mano izquierda y el relato perfecto surge en sus Macs impolutos de última generación. Manejan con soltura el género de terror, la novela romántica, la literatura rebelde de la juventud... Tú les sueltas cualquier idea y ellos se ponen a crear como locos. Juntan las palabras con una soltura que a mí me parece arte de magia, enchufe directo con las musas. Siendo habitantes de esta misma galaxia, estos escritores de Stuck in love poseen el poder de los caballeros Jedi, que hacían así con la mano y abrían puertas y doblegaban voluntades. 

    Viven, además, estos suertudos, para romper ya del todo los paralelismos, en una casa chulísima al borde de la playa. La película está rodada en invierno, y los paisajes costeros son grises y relajantes. En consonancia con la estación, los personajes viven una pequeña crisis de sus corazones y sus talentos, antes de que la realidad primaveral los bendiga de nuevo con sus flores. Uno sería inmensamente feliz en una casa así, con vistas al mar, alejada varios metros de los vecinos, con el rumor de las olas arrullando a las musas. Quizá esté ahí el quid de la cuestión, y no en los genes pluscuamperfectos de la familia Borgens. Porque el murmullo permanente del mar tranquiliza los nervios, y organiza las ideas, y las hace fluir a través de los dedos con el orden exacto y la cadencia precisa. Era el agua, finalmente, y no el cromosoma.


           
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Dallas Buyers Club

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No veo a Dios, por ninguna parte, sujetando a Matthew McConaughey en sus escenas de Dallas Buyers Club, que parece que se lo va a llevar una brisa de lo delgado que se quedó. Tampoco veo al Altísimo moldeando sus expresiones faciales, ni le veo manipulando sus cuerdas vocales para producir esa voz a medio camino del poeta y del borracho. No veo el aura, el brillo, el triángulo entrometido, en ningún fotograma de la película. Sólo veo a un actor de talento descomunal sacando a flote un drama  reiterativo y aburrido. Sólo veo al hombre, y no al feligrés. Intuyo que Dios, como mucho, le protegió de los accidentes, de los resfriados, de los imprevistos del rodaje, aunque de esas tareas suelen ocuparse los ángeles de la guarda, que son como los vigilantes de seguridad en la Gran Empresa del Cielo. 

    Pero Matthew McConaughey, cuando recibió su Oscar y dio las gracias al Altísimo, no se refería a eso. Él hablaba de una relación estrecha con el Creador, de una amistad personal, de unas gratificaciones que se le debían por el esfuerzo profesional o algo parecido. Quizá su Amigo no estuvo en el rodaje, indicándole el camino correcto, pero sí en las mentes de los académicos cuando depositaron el voto, obnubilándoles por segundos, susurrándoles una sugerencia divina que arraigó en sus voluntades. No sé qué pensarán de todo esto sus rivales en el premio, a los que también protegieron los ángeles de la guarda, porque llegaron sanos y salvos a la ceremonia de entrega, pero que no encontraron la ayuda del susurro definitivo, del beneplácito decisivo de quien prefería al actor que encarnaba al enfermo y luchador Ron Woodroof. A poco racionalistas que sean, los perdedores de la gala pensarán lo mismo que pensamos nosotros: que si eres buen actor, interpretas a un enfermo de sida y te dejas treinta kilos de grasa en el empeño, tienes todas las opciones de ganar. Y que lo divino no pinta nada en todo esto.




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Le Week-End

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En Le Week-End, una pareja de sexagenarios británicos deciden pasar su aniversario de bodas en París, a todo trapo, sin reparar en hoteles de lujo ni en restaurantes de postín. Él es un profesor de universidad al que han "invitado" a jubilarse, y ella una profesora de instituto que está a punto de abandonar la nave de la educación. Este fin de semana en París será `probablemente el último de su esplendor económico, y tal vez sexual. 

    Como sucede en cualquier matrimonio veterano, es obvio que ellos ya no se aman, pero siguen necesitando la compañía. El amor es un sentimiento reservado a los más jóvenes, que viven la ilusión del tiempo infinito, el placer somático del sexo, la creencia de que las personas cambian con el tiempo y se amoldan a nuestros deseos. Los jóvenes aman  porque follan mucho, y sostienen filosofías poco ancladas en la realidad. Los matrimonios como este de Le Week-End ya han cruzado todos los volcanes, todos los abismos, y el paisaje final es un páramo aburrido donde ya no hace ni frío ni calor. Ahora reinan los sentimientos tibios, el cariño, o el respeto, según el día o las circunstancias. Como un par de niños en vacaciones, estos británicos de parranda juegan a que se enfadan, a que se separan, a que se van con otras parejas a vivir la noche francesa. Pero saben, en el fondo, aunque París les envuelva como una ciudad de luz y tentaciones, que su destino final es seguir juntos. Y más ahora, que ya no valen un euro en el mercado de las parejas, y que las enfermedades hacen cola en la puerta y ya empiezan a golpear tímidamente, toc, toc...





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Nebraska

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Las familias reunidas son el infierno en la Tierra. No caben más estupideces, más engreimientos, más mentiras por metro cuadrado que las que se apiñan en un banquete, o en la cafetería de un tanatorio. A uno, cuando iba a estas cosas, siempre le ahogaba el aire, el calor, el ansia de huir... Así que dejé de presentarme. Nadie me echa de menos, y lo mismo me sucede a mí con los demás.
Uno, en los últimos años, sólo sabe de las grandes familias gracias a las películas. Sobre todo de las familias norteamericanas, que uno se topa prácticamente todos los días, lo mismo en los dramas que en las comedias. Podría hacer una tesis doctoral sobre este asunto sin tocar un solo libro, ni consultar un solo especialista. Casi podríamos decir que es mi tema, y tal, pues he frecuentado familias catódicas desde la más tierna infancia, desde Con ocho basta o La casa de la Pradera. Allá en América he conocido familias de todos los colores, de todos los credos, de todas las geografías. Jamás he probado el pastel de cerezas, ni la mantequilla de cacahuete, pero sé de sobra a qué saben estos productos, porque a fuerza de imaginarlos han dejado huella en mi paladar.


Alexander Payne -al que en este blog se profesa una admiración especial-  jamás sigue las huellas que otros han ido dejando. Lo suyo es adentrarse por los caminos personales, a riesgo de hacer el ridículo, o de perderse en vericuetos. Él es, por fortuna, un senderista experimentado que siempre llega a la posada por el camino más insospechado, y te regala anécdotas y fotografías que otros más previsibles no pudieron conseguir. Payne es consciente de que los cineastas americanos, cuando se ponen a contar el asunto de las familias taradas, se quedan  muy cortos o muy largos. O nos presentan gentes desestructuradas al borde de la psicopatía, o se regodean en otras que parecen recién caídas de la imbecilidad. El espectador medio no se ve representado en ninguno de los dos casos, porque las familias del cine americano son constructos del propio cine, que se han ido alejando con el tiempo de lo real.
En Nebraska, Alexander Payne tira por la calle de en medio, que es la calle de lo normal, y nos presenta a una familia problemática pero pacífica en la que es muy difícil no verse reconocido,  y no reconocer a unos cuantos sujetos que forman parte de nuestra  propia parentela. Me gustaría entrar en detalles, pero no puedo. Sonrío varias veces cuando me topo con los tíos y primos que viven en Hawthorne, Nebraska: sus eternas conversaciones sobre los coches y las distancias recorridas en ellos me traen a la memoria viejas convivencias. Se parecen tanto, la América Profunda, al Noroeste Ancestral...




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Philomena

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A poco de comenzar Philomena, el periodista Martin sostiene este diálogo con la hija de la propia Philomena:

Kathleen: No pude evitar escuchar que es usted periodista. Conozco a una mujer que fue madre adolescente. Mantuvo el secreto durante cincuenta años. Me acabo de enterar hoy. Unas monjas le quitaron a su hijo. La obligaron a darlo en adopción. Lo mantuvo en secreto todo este tiempo…
Martin: Estoy escribiendo un libro… sobre la historia de Rusia. Eso es lo mío. Lo tuyo es “interés humano”. Yo no hago eso.
Kathleen:¿Por qué no?
Martin: Porque “interés humano” son historias sobre personas vulnerables, débiles e ignorantes que personas vulnerables, débiles e ignorantes leen.

      Me he reído con la gracia porque pienso exactamente lo mismo que el periodista. La expresión “interés humano” siempre esconde argumentos simplones, sentimentaloides, de trazo muy grueso. Buenos de mazapán y malos de pacotilla. Lágrimas extraídas a muy bajo precio del subsuelo lacrimal. Uno ya viene advertido de que Philomena es una película de “interés humano”, y se toma la gracia de Steve Coogan como una autoparodia del drama que vendrá a continuación. Las fechorías de estas monjas irlandesas son las mismas que aquí perpetró la difunta sor María, con el beneplácito de la autoridad competente, y uno sabe que este tema no puede abordarse desde la comedia, o desde el cinismo. Hay que arremangarse y meter la mano entre los sentimientos, como un cirujano de guerra en pleno bochinche. No queda otra. Pero Steve Coogan, en esa línea de diálogo, es como si nos guiñara un ojo y nos dijera: sabemos el terreno que pisamos, no os preocupéis. Esto no va a ser un culebrón para señoras maduritas. El tío Frears y yo no lo vamos a permitir. Habrá lágrimas, sí, pero muy escogidas, y muy traídas a cuento. Y habrá, también, por descontado, una buena reprimenda a la Iglesia Católica, y a su pérfida infantería de la voz calmada y la lengua bífida. 

            Pero no son tales, las promesas que uno imaginaba. Philomena es, realmente, una película de “interés humano”. Una buddy movie de mamá religiosa y periodista agnóstico que buscan al hijo traspapelado por las monjas.  Philomena es, como ya nos advertían al principio, una mujer vulnerable e ignorante, que está dispuesta a perdonarlo todo, incluso el secuestro de su hijo. Las monjas que le amargaron la vida le parecen, en el fondo, buena gente, aunque un poco particular. El periodista Martin no puede creerse tanta bonhomía estúpida de su amiga, y trata de zarandear su conciencia para que proteste, o suelte al menos algún mecachis en la mar. El espectador, obviamente, está con él, pero Coogan, el guionista, y Frears, el director, están obviamente con Philomena, a la que siempre reservan la última frase, la última sentencia, poniendo al bueno de Martin de vuelta y media, como si su pensamiento crítico estuviera pasado de moda. Es como una revancha moral sobre la Ilustración que no se entiende muy bien. Como una venganza histórica que no viene a cuento. Como si valiera lo mismo una duda razonada que la creencia ciega.  No se lo esperaba uno de este par de británicos, tan progres como parecían.




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