En la casa

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Por la tarde, en el sofá, postrado por un virus que me incapacita para continuar la vida civil, veo En la casa, aclamada obra del director François Ozon. 

En la casa es como una película de Woody Allen pero sin chistes ni apartamentos de Manhattan. Monsieur Germain es un profesor de instituto que se parece mucho al director neoyorquino en lo físico, y en los tics del personaje. El profesor Germain imparte literatura en un instituto de chavales sin futuro, y vive desesperado de su incultura hasta que descubre, en una redacción sobre las vivencias del fin de semana, a un alumno de vena literaria, ocurrente y fluido, inquietante en la escritura, seductor en la cercanía del trato. Como en las películas de Woody Allen, el profesor se encapricha de su alumno y se postula como tutor particular, como mentor literario y guía espiritual. Una película de maestro griego y alumno efébico, pero sin túnicas ni homosexo. 

Para profundizar en la educación de su alumno y enseñarle los modelos de la gran escritura, Germain le proporcionará varios libros de su propia biblioteca, entre ellos Crimen y castigo, de Dostoievski, que el alumno recibirá con cara de disgusto. Una cosa es escribir para pasar el rato y dejar patidifusas a las chavalas, y otra, muy distinta, tener que tragarse ese tocho de personajes decimonónicos acabados en "ov", o en "osky".


            Luego, por la noche, mientras los virus se baten en retirada, veo el tercer episodio de Freaks and Geeks. En él, Sam es obligado por su profesora de literatura a leer -oh, la casualidad- Crimen y castigo, porque se ha enterado de las mierdas que suelen leer sus alumnos: la novelización de Star Wars, o la biografía de Samy Davis Jr.. A veces la realidad te sorprende con casualidades inquietantes, como cuando piensas en alguien que no has visto durante años y de pronto te lo topas por la calle.  Y lo mismo sucede algunos días con la ficción, que ves una película de instituto francés pensando por qué todos los profesores, los novelistas, los culturetas, recomiendan esos libros insufrible e inabordables de rusos del siglo XIX, y horas más tarde, en otra ficción completamente distinta, te encuentras a otro chaval de catorce años que también ha de leer la misma monserga. Un chaval muy parecido a  ti, además, en las virtudes y en los defectos, que odia a su profesora de literatura como tú odiabas a tu profesor de lengua española, que hablaba con la voz engolada y declamaba versos de Góngora que nadie comprendía.



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