Mamá

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Me han vuelto a engañar con la enésima película de terror que iba a ser diferente. Esta vez ha sido Guillermo del Toro, el gordinflón que producía y publicitaba Mamá, el que ha dado falso testimonio ante el jurado de espectadores. Ahorita va a ser distinto, güey. La madre que lo parió... Estos tunantes nos pescan como truchas de escasa memoria y poco juicio. Saben que los cinéfilos somos ávidos, impacientes, que escuchamos cualquier adjetivo promisorio y nos tragamos el anzuelo hasta la laringe, aunque el gusano sea un sujeto sospechoso que ya nos sonaba de otras estafas. A las truchas nos puede el ansia, el hábito, el vacío estrecho de esta corriente monótona y fría. Este tal Andrés Muschietti que dirige Mamá es un cinéfago que ha regurgitado en la película los clichés mal digeridos de toda la vida. Los más acérrimos se conforman con esto, y dicen que no hay más cabras que ordeñar, ni más variantes que inventar. O lo tomas, o lo dejas. El pasillo que se recorre, la sombra que se desliza, la electricidad que se va, el armario que se abre, el bosque que se cierne, el científico que se inmola, el protagonista que no se entera... La misma tontería de siempre... Que da susto, sí, y que entretiene mucho, pero que también es, aunque parezca paradójico, una pérdida de tiempo lamentable. 




   
 
           Han tenido, además, estos latinos enamorados de las mujeres morenas, la desfachatez de volver negro el cabello fueguino de Jessica Chastain. Han querido afearla por exigencias del guión, para hacer de Mamá un relato más siniestro y oscuro.  Me la han convertido, a mi Jessica, en rockera gótica, en compatriota nacional, estos bellacos. Pero no han podido apagar su belleza radiante de californiana criada al sol. Su piel blanquísima relucía como nunca en contraste con ese pelo azabache y absurdo. No había oscuridad en los pasillos tenebrosos cuando Jessica vagaba por ellos. Ella, la heroína, parecía el blanco fantasma de un amor.

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El capital

🌟🌟🌟

Faltaba Costa-Gavras, el viejo guerrero de la izquierda europea, por darnos su versión particular de esta crisis financiera que nos está dejando con el culo al aire. Costa-Gavras lleva décadas denunciando a los poderosos en sus películas, y se ha ganado el derecho de gritarnos que él ya advirtió de esta catástrofe antes que nadie. Antes ya le había zurrado a los militares y a los curas en películas como Missing o Amen; ahora, en El Capital, saca el cinturón de púas para zurrar a los banqueros, y completar así su trilogía personal sobre los explotadores de los pobres. Es la misma chusma que una vez inmortalizó Ivá en su álbum de Makinavaja: Curas, guardias, chorizos y otras gentes de mal vivir.



            Si otras películas del subgénero bursátil optaron por retratar a esta gentuza de los trajes carísimos sin entrar en el intríngulis económico de los números, Costa-Gavras ha preferido hacer un poco de pedagogía con el espectador. Aunque no es un documental, los personajes de El Capital explicotean sus asuntos como si fueran radiándose a sí mismos. Te compro por esta razón y te vendo por esta otra. A muchos, por lo que leo en internet, les ha molestado el experimento. Lo consideran redundante y ofensivo, pues ellos, al parecer, ya vivían muy enterados de estos asuntos monetarios y fiscales. Lo de los fondos tóxicos es un tema que manejan con la misma soltura que las reglas del fútbol. Uno, sin embargo, como el niño más tonto de la clase, agradece este esfuerzo de Costa-Gavras por hacernos entender la materia, aunque luego la película no sea gran cosa y uno empiece a olvidarla nada más verla. 

Mi incapacidad para entender la economía ya es legendaria por estos pagos. En estas películas de ejecutivos siempre hay uno que vende y uno que compra, uno que pica y uno que estafa, pero nunca acierto a distinguier quien es quien. Me fijo en los jetos para identificar al tiburón de mirada más fría y dentadura más afilada, pero aquí, en El capital, los actores han sido sabiamente elegidos, y todos nadan con el mismo rostro inexpresivo y asesino. El que no es más hijoputa es porque no puede, no porque sea más humano, o tenga más escrúpulos. Es la vida misma, en las altas esferas, y en los fondos abisales.






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Masters of sex. Temporada 2

🌟🌟🌟

A uno, de Masters of sex, le importa un pimiento que la doctora Johnson se lleve mal con su exmarido, o que el doctor Masters esconda sentimientos reprimidos hacia su madre. Que se vayan al carajo, los guionistas y las guionistas, con estos rellenos melodramáticos de la trama, que deberían ser boceto y se han erigido en columna y fundamento. La serie nos atraía porque en ella se narraba el amanecer sexual de la humanidad, tan importante como el amanecer de la inteligencia que imaginara Kubrick en 2001. Si allí sonaba el Así habló Zaratustra cuando el mono blandía el hueso, aquí, en Masters of sex, quedaría bien un Himno de la alegría que subrayara cada orgasmo de los sujetos experimentales. Qué menos... 

El día que William Masters y Virginia Johnson decidieron adentrarse en el misterio cavernoso de la respuesta sexual, cambiaron el devenir de la vida íntima que deforma los colchones y molesta a los vecinos.  Nada fue igual desde entonces. Liberados de miedos y de prejuicios, los órganos sexuales empezaron a acoplarse con otra diligencia, con otro entusiasmo, porque ya se conocían de antes, de los libros, de los gráficos, de las educaciones sexuales en los colegios. Pocas personas han traído más felicidad y sabiduría a la humanidad que Masters y Johnson. Ellos fueron los Prometeos modernos que nos entregaron el fuego sexual de los dioses. Con él encendieron la primera llama de la revolución en las camas, tan importante para la Historia como aquella revuelta de los franceses, o la invención de las máquinas de vapor. O internet mismo, que me permite escribir estas sandeces... ¿Para qué, pues, en la serie, perder el tiempo en estas bobadas domésticas, con estas tonterías que le suceden a todo hijo de vecino, rutinarias, y consabidas, y redundantes?  Al grano, coño, al grano.






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El irlandés

🌟🌟🌟

Adivino, más que comprendo, esta película titulada El irlandés. Su personaje, el policía Gerry Boyle, es una especie de Torrente que también se va de putas los días de fiesta, y que también se toma tres copazos justo antes de entrar en servicio. Si el plato preferido de Torrente era el cocido madrileño, el de Boyle es el desayuno pantagruélico de las salchichas y los huevos fritos. Ambos son gordos y cínicos, impresentables y divertidos. Aunque esto de "divertido" -más que afirmarlo- lo supongo, porque los chistes de El irlandés están muy apegados al terruño, y uno, desde su sofá perdido en la España interior, nota que las gracias se le escurren entre las meninges, inaprensibles y muy gaélicas. Es lo mismo que le sucedería a un habitante de Limerick, pongamos por caso, si un día viera en Tele Irlanda Torrente, el brazo tonto de la ley. Este fascista del Atleti es tan español, tan celtibérico, que sólo nosotros, los aquí nacidos, nos partimos el culo con sus ridículas ocurrencias. Los irlandeses, por lo que leo, se han tronchado hasta las lágrimas con las burradas de su policía racista y pueblerino. Nosotros, desde aquí, no tanto.


            Sucede, además, que la generosidad de quien redactó los subtítulos de El irlandés no está a la altura de su eficiencia. A veces las películas vienen directamente del DVD, o del Blu Ray, y los subtítulos fluyen como arroyos límpidos de palabras. Lo que uno lee tiene coherencia, y se corresponde con lo que cuentan las imágenes. Otras veces, en cambio, es un espíritu altruista el que cuelga su propia versión, con subtítulos cocinados en su propia sartén del ordenador, y lo mismo te encuentras un nativo que ofrece una versión modélica, que un alumno de Secundaria que está haciendo sangrías con el idioma. Esta vez, con El irlandés, me tocó la de cal, o la de arena, que nunca sé. Hay varios diálogos que son absurdos, y que no se entienden. En descargo del traductor hay que decir que estos irlandeses de la película mascullan, más que hablan, el inglés de sus antiguos colonizadores. Mastican y escupen las palabras como chicles de sabor amargo. No sé si es su acento, o si lo hacen adrede para burlarse de sus antiguos dominadores. Otra idiosincrasia que se me escapó.




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La caza

🌟🌟🌟🌟

Ya tenía yo ganas de regresar a Dinamarca, a sentirme danés, europeo, civilizado durante dos horas de fantasía antropológica. La caza, sin embargo, que es mi reencuentro inesperado y tardío con Thomas Vinterberg, es una película que no deja bien parados a los daneses. Ni a los seres humanos, en general, porque Vinterberg viene a contarnos que el porcentaje de gente estúpida es el mismo en cualquier sitio, lo mismo en Dinamarca que en Ponferrada, y que no hay orden social ni modelo económico que pueda remediarlo. La estupidez es una desventaja evolutiva que nos trajimos de los árboles, de cuando descendimos a la sabana y nos convertimos en bípedos, y todavía no la hemos subsanado, ni con la tecnología ni con los eones. 

La estupidez es el reverso oscuro de la inteligencia. Carlo Cipolla, en su libro Allegro ma non troppo, expuso sus leyes fundamentales, que aquí resumo, y que vertebran la historia de La caza.

  1. Siempre, e inevitablemente, cualquiera de nosotros subestima el número de individuos estúpidos en circulación.
  2. La probabilidad de que una persona dada sea estúpida es independiente de cualquier otra característica propia de dicha persona.
  3. Las personas no-estúpidas siempre subestiman el potencial dañino de la gente estúpida.
  4.  Una persona estúpida es el tipo de persona más peligrosa que puede existir. 


      
            Vinterberg, en La caza, aventura una quinta ley que será la trampa mortal en la que caiga su protagonista: cuando uno comprende que vive rodeado de estúpidos, ya es demasiado tarde para reaccionar. El daño está hecho, y será además irreparable. Nadie quiere ver la estupidez en las personas cercanas, porque reconocerlos estúpidos sería como confesar que uno mismo pertenece al club. Uno vive convencido de que los estúpidos, como los corruptos, o como los borrachos, moran en otros ambientes. Pero basta una chispa, un malentendido, una fantasía de la niña tonta que jura haber visto un "pito hacia arriba", para que uno se descubra rodeado de personas hostiles que ya no razonan. Las amistades y los amores, que creíamos sólidos como la roca, se disiparán como la niebla barrida por una brisa. Una historia sin contrastar te convierte, de la noche a la mañana, en el enemigo público del vecindario. Los que juraban amarte, dudan; los que prometían amistad, huyen; los que vendían compadreo, desaparecen; los que apenas te conocían, apedrean tus cristales. 

No existe eso que llaman la presunción de inocencia. No fuera de los tribunales de justicia. En las calles de aquí, y en las calles de Dinamarc a todos somos culpables hasta que se demuestre lo contrario. Sobran dedos de una mano para contar las personas que nos creerían en una tesitura así. Que nos creerían de verdad, a pies juntillas; que nos mirarían a los ojos y sabrían al instante que nosotros no mentimos, y que es la niña atolondrada la que ha confundido en su imaginación el culo con las témporas.



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Princesas

🌟🌟🌟

Le debía un homenaje a esta actriz mayúscula que es Candela Peña. Sus diez minutos en Una pistola en cada mano son ya historia de nuestro cine patrio. Qué digo, ¡del cine universal! Su personaje, como un monstruo de los cuentos infantiles, reunía en una sola carne los miedos que nos paralizan ante las mujeres. Los hombres las amamos y las recelamos; las deseamos y las rehuimos. Son nuestro deseo contumaz y nuestra condena biológica. Candela sonríe al tontaina de Eduardo Noriega y nos hiela la sangre en las venas, y nos congela la alegría en el pene.


Luego, Candela, en la ceremonia de los premios Goya, tuvo el valor de decir lo que había de decir. Mientras otros se escondían detrás del atril, o detrás del premio cabezón, para que la prensa de derechas no los crucificara al día siguiente -que ya ves tú, qué deshonor-, ella puso el dedo en la llaga y se fue tan fresca, dignísima y actoraza. Denunció la sanidad precaria, la escuela abandonada, la mierda de prestaciones, y se quedó tan ancha, y nos dejó tan anchos, a los socialistas de las catacumbas. Es por eso, digo, que le debía un homenaje cinéfilo a la profesional, y a la mujer.

Me he decantado por Princesas, que tenía muy diluida en la memoria. Y ahí siguen, para nuestra tristeza, y para nuestro sonrojo, exactamente donde las dejamos, las pobres putas, sufriendo los gajes de su oficio, en esos arrabales de Madrid donde los parques son de tierra y las peluquerías escuelas de filosofía. Uno está con ellas, y comprende sus desgracias y contradicciones. Pero son un poco inverosímiles, estas putas de mazapán que presenta León de Aranoa, porque siempre tienen la frase justa, la reflexión pertinente, la poesía elevada de las alegrías y las penas. Hablan como putas de la calle, pero también como profesoras de literatura. Algo no cuadra en el guión. Peccata minuta, en cualquier caso. Yo estaba aquí por Candela, y Candela se sale, vitriólica y sensible, llorosa y exultante. Prostituida y enamorada.




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Cosmópolis

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Me bastan diez minutos de Cosmópolis para saber que hoy voy a aburrirme mucho, y que tal vez no sea capaz de llegar hasta el final. Siento que mi atención se dispersa, y que mi interés se difumina como un pedo fallido. Las otras películas del nido no dejan de piar, reclamando mi atención. Creo que estoy alimentando al polluelo equivocado, y que me corroe la culpa del padre irresponsable. Entre malhumorado y sorprendido, asisto a esta rareza de los personajes trajeados que hablan en arameo, de las limusinas que vienen y van por la ciudad fantasmagórica. Y no me tranquiliza saber que es David Cronenberg quien pilota este avión con destino a lo ignoto. Este tipo es capaz de lo mejor y de lo peor, y esta vez vamos a estrellarnos contra el suelo apenas levantar el morro. Este canadiense lo mismo te regala un peliculón que te mete en un laberinto que sólo él entiende, con hombres raros, mujeres absurdas, surrealismos de Dalí o de Buñuel convertidos en narración personalísima. 

De pronto, cuando mi dedo índice ya acaricia el botón de stop, aparece en Cosmópolis una actriz de ensueño que interpreta a su joven esposa. Me quedo paralizado de la impresión, y el dedo se queda dormido sobre el stop, aplazando su justicia para mejor ocasión. Es ahora, al escribir estas líneas, cuando averiguo el nombre de esta mujer: se llama Sarah Gadon, y es tan preciosa que parece de fantasía, de piel irreal como el plástico, de cabello imposible como la muñeca Barbie. Durante cinco minutos, vivo convencido de que Cosmópolis es una película imprescindible, una obra maestra de nuestro tiempo. 

Pero a punto de empezar el segundo salmo, Sarah Gadon desaparece de la pantalla, y la realidad de Cosmópolis -ya sin la luz celestial de su presencia- vuelve a golpearme con toda su crudeza. Vuelven los tediosos monólogos sobre la naturaleza inevitable y maligna del capitalismo. Vuelve el experimento, el bostezo, la desazón de la vida sin esa mujer preciosa que me robaba el corazón. Pasan los minutos y ella no reaparece. Mi cuerpo se agita, se queja, se desploma. Llevamos cuarenta minutos de metraje y Sarah no está, ni se la espera. Es el The End. Al menos para mí.



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Elena

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Con Elena -que no es Elena de Troya, ni Elena de Borbón, sino de Elena de Moscú- completo la escueta filmografía del director ruso Andrei Zvyagintsev, un hombre muy conocido en los festivales de relumbrón, pero casi ignorado en los planetas alejados del cogollo estelar. Aquí, en las Provincias Exteriores, estas películas llegan con mucho retraso porque nunca llegan a estrenarse, y es una nave pirata, muy parecida al Halcón Milenario de Han Solo, la que nos sirve la mercancía  muchos meses o años después. Es por eso que uno, cuando quiere debatir sobre ellas, se encuentra con que ya está todo dicho. Hablar sobre ellas en este blog es un ejercicio de redundancia, de desahogo de los dedos, más que una aportación provechosa. Menos mal que nadie lo lee, y que quien lo lee apenas lo entiende, pues son cosas muy particulares las que aquí se exponen, muy obsesivas y maniáticas. Y atrasadas, ya, de noticias.


            Las películas de Andrei Zvyagintsev son dramas hipnóticos, silenciosos, casi de fantasmas o de lunáticos, en los que hay que armarse de paciencia para que los personajes vayan mostrando poco a poco las intenciones y la calaña moral, casi siempre sorprendente, y muy poco compasiva. Son personajes afilados, duros, tallados por el frío persistente y por la aridez propia de la estepa. Son rusos y rusas que descienden de la guerra, del hambre, de la utopía fracasada. Desgraciados que ahora sobreviven en esta selva postcomunista del sálvese quien pueda. A Andrei Zvyagintsev le salen unas películas muy fatalistas, muy pesimistas, muy rusas en definitiva, del mismo modo que a Almodóvar le salen unas películas muy españolas y cañís, y a Haneke unos puzzles de centroeuropeísmo muy cerebral y cuadriculado.
        



           
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El estudiante

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Roque es un alumno de la universidad de Buenos Aires que no le da ni un palo al agua. Roque es alto, guapo, de mentón prominente y sexualidad desbordante, así que solo quiere follar con sus compañeras más guapas o más predispuestas. Un macho alfa en toda regla. Mientras el dinero de sus padres o el de las becas siga manando de la cuenta corriente, él pasará los trimestres de cama en cama, de flor en flor, hasta que las asignaturas se aprueben por sí solas. Dios proveerá, hermanos, es el lema que guía su desgana estudiantil. 

   
         Pero nuestro héroe, que vive más feliz que la abeja Maya, se topará con un desafío vital: la chica más guapa del cotarro es, al mismo tiempo la más inteligente de todas. Paula es hermosa, liberal, estudiosa... Un ángel de ojos azules naufragado en el Mar del Plata. Ella frecuenta poco las discotecas, los botellones, las boites donde uno se expone y bichea al personal. Paula reparte su tiempo entre el estudio y el activismo político. Tiene dos lunares en la mejilla que parecen tatuados por un artista...  A Roque le bastan dos escarceos infructuosos con ella para comprender que no va a conquistarla con las tácticas habituales. A Paula le repatean los tipos no comprometidos, los neutrales, los que pasan por la universidad sin tomar conciencia de la realidad, sólo pendientes de sus asignaturas, o de sus pollas inquietas. Paula odia a los tipos como Roque. Ella necesita alguien en quien confiar, sereno, inteligente, participativo. Le vuelven loca los políticos en ciernes. Sólo con ellos alcanza unos orgasmos pletóricos que se le van luego en verborrea sobre los impuestos.

           Roque necesita estar a la altura de quien ya es el amor de su vida, y para ello tendrá que subirse a la tarima, a despotricar contra el rectorado. Ni de izquierdas ni de derechas, Roque está a la que salta, buscando un ecosistema en el que destacar y atraer las miradas de Paula. Al principio, impetuoso e indocumentado, Roque meterá la gamba en los debates, y elegirá mal a los compañeros de andadura. Pero va a aprender muy rápido. La testosterona que apabulla a las mujeres también sirve para manejar a los hombres timoratos. Ellos le reconocerán como el líder de voz poderosa y gestos enérgicos. Es ahí cuando El estudiante abandona los derroteros de la comedia romántica para ponerse muy seria, muy didáctica, y también un pelín aburrida. La última hora es casi entera para Roque, que descubrirá la otra erótica -también irresistible y orgásmica- del poder. Mientras tanto, para nuestro sollozo inconsolable, Paula pasará a un segundo plano lejanísimo y casi testimonial. Ella, la guapa inteligentísima, que fue la chispa, el estímulo, la inspiración de todo esto.




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Star Trek y la reina Borg

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Aunque los efectos especiales sean del siglo XXIV y las aventuras transcurran al ritmo trepidante de la juventud deportista, las películas del capitán Picard y compañía tampoco añaden gran cosa a la saga Star Trek. Uno, mosqueado, va leyendo las sinopsis en internet y descubre que cada nueva película es el refrito de un antiguo episodio para la tele, dilatado en minutos y recoloreado en los ordenadores. Siempre hay un klingon traicionero, un villano loco, un planeta enigmático, una explosión en el puente de mando que a todo el mundo se lleva por los aires pero a nadie mata... Se suceden las mismas conversaciones sobre los sentimientos de los androides, sobre la naturaleza imperfecta de lo humano. Sobre la incapacidad de los vulcanianos para excitarse con un gang-bang de Sasha Grey con orejas picudas. 

Lo mismo en Star Trek: Primer contacto que en Star Trek: Insurrección, uno se entretiene pero se aburre, no sé si me explico. Es mi alma infantil la que sigue flipando con las naves espaciales y con las pistolas desintegradoras; la que echa su ancla de hierro y me deja varado en el sofá, con cara de estúpido, insistiendo en películas que no me interesan gran cosa. Ni siquiera las churris del capitán Picard le ponen a uno en estado de alerta. Cómo serán de frías estas astronautas, de poco excitantes, siempre embutidas en esos uniformes de monjas de las galaxias, que me excita mucho más la reina de los Borg, aunque sus piernas sean ortopédicas, y su pechos consumidos, y su cráneo cableado. Aunque sea una hijaputa de mucho cuidado. Es su voz, en realidad, la que me deja prendado; vibra con promesas de sabiduría, de aventuras, de sexo cibernético y muy guarro a la luz de las estrellas. Sólo por ella he persistido en Star Trek, mientras mi niño interior alborotaba en el sofá con las pistolitas de los cojones. 




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Paradies: fe

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Me imagino que en Austria, que es un paraíso civilizado donde relucen las bombillas de la Ilustración, esta misionera urbana habrá provocado la incredulidad o a la risa entre los espectadores. Las aventuras de esta trastornada que recorre los hogares predicando la fe en Jesucristo y la pronta llegada del Maligno les sonará más a comedia que a tragedia, más a esperpento que a película con visos de realismo. Una broma, quizá, o un experimento callejero de cámara oculta. Me imagino que Ulrich Seidl ha dejado pasmados a sus compatriotas, presentando a una mujer que nadie sospecharía tener como vecina. 

Anna María es una papista recién llegada del Concilio de Trento para predicar la Contrarreforma entre los rubios protestantes. Es poca agraciada, gorda, tan morena que parece sacada de cualquier país del Mediterráneo, esos territorios medievales de la playa y el chiringuito donde los curas siguen campando por sus respetos. Anna Maria es una austriaca improbable, anacrónica, camuflada entre los habitantes de Viena como una agente extranjera, como una espía de la Inquisición. Como una alienígena que viniera huyendo de la nave Enterprise por propagar la creencia en un dios sanguinario, o sangrante, según ejerza de Padre o de Hijo.

Aquí, en cambio, en nuestra Península Ibérica, personajes como Anna María que ven un pene y se desmayan, que contemplan un beso y se escandalizan, que descubren un rayo de sol y ven a Jesucristo cabalgando sobre él, son personas familiares, habituales, de las que hay una en cada familia o en cada vecindario. Yo mismo conozco a alguna de estas iluminadas, que van dando la brasa por los domicilios. Señoras que ya no se entretienen con nada, que ya no duermen las siestas, que se horrorizan con los escotes que salen en la tele. Que después de comer salen a las calles a predicar la abstinencia, la castidad, la emasculación voluntaria como pasaporte hacia el Cielo. Se llaman Eduvigis, Conchita, Manuela, y son unas plastas de mucho cuidado. Viven aburridas y un poco taradas. 

Es por eso que Paradies: Fe, que va sembrando el escándalo allá donde se proyecta, le deja a uno frío e indiferente, como si le contaran el día a día del panadero, o del farmacéutico de la esquina. 




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Star Trek. La próxima generación

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La tripulación que comanda el capitán Picard en Star Trek VII: La próxima generación, es más presentable y atlética que aquella que dirigía el capitán Kirk. Dónde va a parar... Estos tipos del siglo XXIV han pasado unas pruebas físicas para ganarse la oposición de piloto o de ingeniero, y se les ve más ágiles y lúcidos a la hora de enfrentarse a los klingon trastornados. Antes, en la Federación de Planetas, donde reinaba la corrupción y el enchufismo más descarado, los gobiernos dejaban que cualquiera asumiera el mando de la nave Enterprise. Pero ahora se han endurecido las exigencias, y sólo unos pocos elegidos patrullan la última frontera, allá donde buscan camorra las especies agresivas, o nacen brotes verdes en los planetas que se creían desolados. 

Para llevar a cabo esta complejísima labor del biólogo-soldado, hay que estar muy cachas, y desayunar mucho cereal con yogur desnatado. Hay que ser, además, un ser humano hermoso, sexualmente atractivo, pues se viaja en representación de nuestro planeta, y hay que lucir las mejores galas genéticas ante los vecinos alienígenas. Así lo exige la etiqueta, y el protocolo galáctico. En los tiempos del nepotismo valía cualquiera, con cualquier facha, adiposos y canijos, decaídas y culonas, y los embajadores vulcanianos se partían el culo de la risa cuando nadie los veía.

En estas nuevas películas del capitán Picard, cuando aparecen por sorpresa los klingon o los borgs, y disparan sus rayos láser sobre el puente de mando, estos chicarrones saltan con otra energía más intergaláctica sobre los paneles de mando. Ya no se desparraman sobre ellos, como hacían vergonzosamente sus antecesores, enganchándose las lorzas o las uñas lacadas entre las palancas. Cuando se teletransportan sobre el planeta en cuestión, esta muchachada moderna corre con otro garbo, con otro atletismo menos sonrojante. Yo, desde el aburrimiento en mi sofá, me siento orgulloso de que estos seres humanos me representen por ahí, por los mundos de Dios. Lo raro es que en las películas anteriores una pandilla de ancianos salvara a la Tierra cada dos por tres, al trote cochinero, en unos giros de guion ya muy poco sostenibles. En este cambio del fenotipo -a falta de tramas más enjundiosas- hemos salido ganando.




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