La extraña tarde de las ballenas trekkies y las pollas africanas

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Una gripe de campeonato, de esas que se posan como una zarpa en el tórax, y como un yunque en la cabeza, puso fin a este año desventurado. Es el remate apropiado para este 2013 que sólo dejó malas noticias: la salud que se torció, el amigo que se fue, los fantasmas que regresaron... Mejor olvidar, no insistir en esta escritura melancólica que a nada conduce, más que a reabrir y relamerse las heridas.

Mientras los sanos y las sanas del mundo salían a las calles para despedir el año viejo, uno, confinado en la cama, se entregó al consuelo inagotable de las películas. Qué sería de mí sin ellas, en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza. Cuando moro entre los sanos, ellas multiplican mi alegría y mis ganas de vivir. Cuando vivo entre los desfallecidos, las películas se abren paso como una medicina que deshace las fiebres y los vapores. Contra el virus no hay mejor arma que el paso de las horas. Sin las películas, uno navegaría desesperado en esta calma chicha del tiempo, que se cierne sobre las mantas como un dios metódico de la tortura.

Star Trek IV es igual de aburrida que sus hermanas pequeñas, las que se iban numerando sólo con los palotes. O peor, incluso, porque ahora ya no estamos en el futuro tecnólogico del siglo XXIII, que era entretenido y tal, sino que retrocedemos en el tiempo para visitar el San Francisco preinformático de los años 80, con el objetivo de secuestrar un par de ballenas que allá en el futuro salvarán al mundo con sus cánticos. De droga dura, como se ve. 

Cuando termina la película, aún quedan infinitas horas de fiebre antes del ritual ineludible de las campanadas. Así que decido inyectarme la primera entrega de la trilogía Paradies, una provocación del director Ulrich Seidl que ha dado mucho que hablar en los festivales. La película lleva por título Paradies: Love, y cuenta la historia de una cincuentona austriaca que viaja a las playas de Kenia para vivir aventuras sexuales con los nativos. Le acompaña una amiga veterana  que le va descubriendo las claves lingüísticas y pecuniarias del asunto. 

Ellas son dos gordas de ubres caídas y pliegues barrigosos que están dispuestas a pagar lo que sea por acariciar un cuerpo bien formado, por sentir un buen pollón africano abriéndolas en canal. Ajadas y premenopáusicas, les mueve más la curiosidad que el vicio, más la aventura que la hormona. Seidl no conoce el arte de la insinuación o de la elipsis. Él mete la cámara en los mondongos hasta que la escena se resuelve por sí misma. Se nota que no le cae bien ningún personaje: ni las austriacas que toman Kenia por un gran prostíbulo del placer, ni los aborígenes que usan sus cuerpos para desplumar a las turistas obnubiladas. Aquí todo el mundo va a la suyo, a lo sexual, o a la pasta gansa. Nadie gana, y nadie pierde, con las transacciones. Blancas y negros alcanzan la entente cordial de la pura deshumanización. No hay buenos ni malos, ni explotadores ni explotados. No hay amor, ni pasión, ni intercambio cultural. Un frío empate a cero entre ex-colonos y ex-colonizados. La película, como la tarde, como las ballenas trekkies, ha sido rarita de cojones. 




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El hombre de acero

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Termina la cena de Nochebuena y la familia, avenida en los langostinos pero reñida en las religiones, se divide en dos sectas de adoradores cuando llega la medianoche. Unos, los temerosos de Yahvé, se enfundan los abrigos y salen a la calle para participar en la Misa del Gallo, donde habrán de asistir al nacimiento repetido de Jesús, superhéroe de los tiempos antiguos que multiplicaba los panes y resucitaba los muertos. Los otros, los descreídos, nos repantigamos ante la tele para adorar al milagrero de los tiempos modernos, Supermán, que detiene los trenes en marcha y recoge a todo el que se cae de los andamios. Son vidas ejemplares, y paralelas, las de Jesús y Kal-El. Otros antes que yo ya divagaron sobre el asunto, haciendo más humor que otra cosa. Sucede que ahora, en El hombre de acero, los guionistas ya no esconden sus intenciones evangélicas, muy serias y pomposas, y pretenden equiparar el destino espiritual de ambos personajes, como si la película la hubiese sufragado la derecha religiosa. Un atrevimiento, o una herejía, o una gilipollez, según se mire. 


        Ambos personajes de ficción vinieron de otro mundo para salvar a la humanidad de su autodestrucción. Uno de Krypton y otro caído del Cielo, los dos trataron de pasar desapercibidos en sus años de mocedad. Pero no lo consiguieron del todo. Si Jesús daba lecciones de sabiduría a los rabinos del Templo, Clark Kent reventaba balones de fútbol americano en los partidos del instituto. Eran niños que arrastraban consigo un halo de sospecha. Ninguno fue el hijo real de su padre o de su madre. A uno le trajo un ángel y a otro lo depositó una nave espacial. Dotados de superpoderes inconcebibles, los dos optaron por no hacer ostentación hasta que llegara el momento de anunciarse. Si hacemos caso de la Biblia y del guión de El hombre de acero, la edad elegida fueron los treinta y tres años. Hasta entonces, para preservar el anonimato, prefirieron poner la otra mejilla en cada pelea que disputaron. Llegados a esa edad de significado quizá cabalístico, quizá astronómico, los dos alienígenas decidieron tirar de la manta y darse a conocer. Pasaron de ser ciudadanos vulgares a portadores de un mensaje de salvación. 

    Jesús predicó en Judea, entre los habitantes del Imperio Romano, sacando demonios de los cerdos o convirtiendo las aguas en vino. Clark Kent destapó sus poderes en Metrópolis, entre los súbditos del Imperio Americano, recogiendo autobuses que se despeñaban o desviando misiles lanzados por los comunistas. Sobre las andanzas de Jesús, los antiguos escribieron relatos en pergamino que trascendieron los siglos y fundaron una gran religión. Sobre Superman, el dibujante Joe Shuster y el guionista Jerry Siegel crearon un cómic que luego sirvió de inspiración para estas películas que me vienen acompañando desde la infancia, en una cita ineludible que se repite cada cinco o diez años. Cuánto ha llovido desde aquel día en que Marlon Brando, en la gran pantalla del cine Pasaje de León, anunciara la catástrofe geológica del planeta Krypton...




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Masters of sex. Temporada 1

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Recuerdo que de chaval, en casa de un amigo, rebuscando entre las revistas pornográficas que su padre escondía encima del armario, apareció un libro que se titulaba La sexualidad humana. Había desnudos parciales, bocetos corporales, párrafos de texto científico que describían los hechos biológicos de la copulación y la masturbación. Los orgasmos y las relajaciones. Lo que en las revistas porno era obviedad e inmediatez, aquí era explicación y circunloquio. Ciencia en marcha. La sexualidad humana tenía la consistencia y el didactismo de un libro de texto, uno que tal vez estudiaban realmente allá en Escandinavia, o en Francia, donde la juventud se entregaba alegremente a la precocidad y al libertinaje, pueblos sin Dios ni vergüenza que nosotros envidiábamos con chorros continuos de baba. Aquí, en la España recién salida del catolicismo oficial, La sexualidad humana figuraba en el Índice de Libros Prohibidos, y se vendía únicamente en catálogos ultrasecretos, y en oscuras trastiendas de kioscos clandestinos. El padre de nuestro amigo era un tunante que se trabajaba el mercado negro de la rijosidad. Un gran tipo, y un gran héroe, a nuestros ojos.


         De haber caído en manos de otra pandilla menos aplicada en los estudios, la obra cumbre de Masters y Johnson se habría quedado encima del armario, cogiendo polvo entre los polvos. Pero nosotros, que alternábamos la testosterona con los sobresalientes, los relatos pornográficos con la poesía de García Lorca, nos disputamos  la posesión de aquel libro con mucha fiereza. Nos interesaba el placer, pero también su explicación científica. La lectura de La sexualidad humana, a medio camino entre la cerdada y la erudición, producía un gran placer por sí misma. A veces, incluso, nos encendía más que el grafismo explícito de las pollas bombeando entre los coños. Éramos lascivos y empollones a partes iguales. Jamás ligábamos con las chicas porque ellas sabían, o intuían, esa doble personalidad de nuestro carácter, tan contradictoria y poco natural. Éramos chavales atípicos, gilipollas por fuera y patéticos por dentro, románticos y muy cochinos.
          


 
            Casi treinta años después, la edad dorada de la televisión se ha acordado de aquella pareja que nos descubrió los misterios cardiorrespiratorios del sexo. Masters of sex es una serie que han medido al milímetro, comedida e inteligente, porque los personajes se pasan todo  el rato hablando de sexo, o practicando el sexo, o diseccionando el sexo, y el espectador -al menos el salidorro que esto escribe- no nota correr la sangre por la entrepierna. Hay una frialdad calculada que recorre los diálogos y las copulaciones. Mientras las prostitutas contratadas se masturban en las camillas, o las parejas voluntarias se entregan a la voluptuosidad tras los biombos, los científicos de bata blanca les van quitando y poniendo las ventosas del electrocardiograma. Luego, en la calma de sus despachos, analizan las crestas y los valles que los gemidos dibujaron sobre el papel pautado, y sacan conclusiones muy revolucionarias para la época. Cosas que ahora -ay que ver cómo cambian los tiempos- ya conoce cualquier chavala del instituto sin haber leído un libro en su puñetera vida. 

       




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Hayware

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Yo juraría que hace unos años, en alguna revista de cine, leí una entrevista con Steven Soderbergh en la que éste anunciaba su pronto retiro del oficio. En la que decía estar cansado de recorrer los despachos y los platós. Los engranajes de la gran maquinaria -aseguraba él- le habían dejado magulladuras y lesiones en el ánimo. Quería tomar distancia, repensar su carrera, dedicarle tiempo a otras artes en las que andaba interesado. Pero al final se arrepintió, o las circunstancias económicas le obligaron. O yo, quizá, interpreté muy mal la intención final de sus palabras. Porque desde ese momento, el hombre de las gafas de pasta nos regala -o nos endilga, según le salga- una película cada año. A veces dos, incluso, como si las cultivara en un invernadero muy fructífero de California. El mismo virus de la hiperactividad que fundó una colonia en Woody Allen, ha encontrado asiento en este director por el que tan pronto siento admiración como distanciamiento.

            Haywire pertenece a la categoría de sus películas que no pasarán precisamente a la historia. No es ni mala ni buena: es tan previsible como entretenida, tan digerible como olvidable. Una gominola sin nutrientes. Una seta no venenosa con escaso valor culinario. Entre mamporro y mamporro, uno repasa mentalmente lo estudiado durante la tarde, el menú que habrá de cocinar para mañana, los días que restan para el inicio de las vacaciones. Cuando vuelven las hostiazas, uno regresa a Haywire llevado por un resorte de la adolescencia que no conoce oxidación ni mal funcionamiento. Es un condicionamiento pavloviano, éste de fijar la mirada allí donde nace una pelea, o discurre una persecución de coches. Mientras uno discute con su chaval interior, Gina Carraro recorre medio mundo huyendo de sus antiguos compañeros del FBI, o de la CIA, que no se entiende muy bien la cosa. Rompe los cercos a patadas, los acosos a cuchilladas, las emboscadas a hostia limpia. Es una versión en femenino de las andanzas de Jason Bourne. Pero mucho más aburrida.



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