Un tipo serio

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Todo el mundo presume de su belleza interior. No hay nadie feo en los intestinos... Allí dentro, entre los tejidos y el bolo alimenticio, todos creemos tener una bondad intrínseca, implantada serie, enraizada en los genes o regalada por Dios. Y no como los demás, salvo honrosas excepciones, que nacieron sin ella, o la tienen anquilosada.

Hace meses, en un chat de internet, antes de que los falangistas asaltaran los parlamentos y yo me escapara por la gatera -o por la rojera-, el gurú nos preguntó por algo íntimo de lo que presumir, y por algo también de lo que avergonzarnos, y daba un poco de vergüenza ajena, la verdad, leer que casi todos respondían que en el fondo -o en la superficie, qué cojones- eran buenas personas, gentes de bien, ciudadanos intachables preocupados por el “bienestar de la gente”. Nos ha jodido... Todavía no he conocido a nadie – ni siquiera en las memorias de los genocidas, de los asesinos en serie, de los políticos corruptos- que se tenga por mala persona. Yo, la verdad, es que ni fu ni fa. Yo, para resumirme, soy... yo, con mis cosas, las buenas y las malas.

Quiero decir, con este rollo, que cuando Yahvé, o Hashem, decide no destruir nuestras ciudades, todo el mundo se cree el único justo entre  los pecadores, como Lot en la Biblia, y se erige en salvador honoris causa de la ciudad, porque ya sabemos que los dioses, cuando encuentran un solo justo viviendo en Sodoma, o en Gomorra, perdonan a todos los demás. Qué jodida tenía que estar la cosa en Hiroshima, en 1945, o en Cartago, cuando los romanos no dejaron piedra sobre piedra...

En la ciudad de Bloomington, en Minnesota, en 1967, el único justo de verdad, el único preocupado en hacer el bien entre los demás -o, al menos, en no hacer el mal, que ya es bastante- es Larry Gopnik, profesor de física, marido cornudo y padre ninguneado. La última mierda del Credo, el pusilánime, el manejable, el tonto útil... El pagafantas. El justo de proporciones bíblicas sobre el que pesa la responsabilidad de que la comunidad no sea arrasada. Hasta que un día se le hinchan las pelotas, comete una de las muchas irregularidades condenadas en la Torá, y Hashem, que andaba vigilando de reojo, decide enviar la tempestad...






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