La bella mentirosa

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A ustedes que me siguen habitualmente, y a ustedes que han caído aquí por casualidad, buscando lujurias y cuchipandas, no voy a mentirles: me he plantado ante la La bella mentirosa con la única intención de admirar la desnudez integral de Emmanuelle Béart. En el cielo de los católicos que yo nunca llegaré a pisar, pues soy pecador reincidente de férreas costumbres, todas las mujeres son como ella, Emmanuelle, la enviada de Dios, para que todos los hombres alcancemos la Gloria que estaba prometida en las Escrituras. Lo otro sería un Cielo de segunda división, una estafa inmobiliaria que prometía el Paraíso a cambio de la virtud y luego entregó un jardín agostado, de vecindario muy poco escogido, con mujeres de andar por casa, fauna cotidiana de la aldea y del municipio.


            


              Reza así, la vieja recomendación que en su día escribió un crítico sobre La bella mentirosa, y que yo tomé como la promesa de una larguísima noche de pasión: 

         “Existen dos versiones: la de 244 minutos resulta un tanto larga, la de 125 minutos es fascinante. Destaca la habilidad de la relación entre Béart -que aparece desnuda gran parte del film- y un sobrio Piccoli” 

            Y pensé, arrebatado por la pasión: si Emmanuelle sale tanto rato desnuda, digo yo que será mejor la versión larga que la corta, aunque haya que bostezar de vez en cuando, y soltar alguna maldición entre dientes. Lo que nadie escribió allá por 1991 es que Emmanuelle iba a tardar más de una hora en abrirse la bata ante el pintor viejuno que la retrata, y dejarnos, al fin, con la boca abierta, y la curiosidad satisfecha. 1 hora, 11 minutos, 31 segundos: ése es el momento exacto en el que brota la primavera ante nuestros ojos, como una encarnación de la diosa Fertilidad, como una Venus griega que hubiese cruzado el Mediterráneo para transustanciarse en mujer francesa.


          Pero siendo tan larga la espera, no me consumió, sin embargo, la impaciencia. Porque uno, además de sátiro, también es cinéfilo, y sabe contentarse con una película en la que tan tarde llegan las alegrías. Mientras un ojo no perdía de vista a Emmanuelle Béart, por si llegaba a despelotarse subrepticiamente en un margen de la pantalla, el otro ojo se iba entreteniendo con su belleza de mujer vestida, que también es indecible, tratando de adivinar las formas ocultas, las curvas exactas, la milagrería carnal que tarde o temprano se haría visión y éxtasis. Y mientras los ojos así andaban, entretenidos en este juego de la maja vestida y la maja desnuda, el cinéfilo, decía, le iba cogiendo el gusto a esta película despaciosa, cachazuda incluso, tan francesa que sólo en Francia podría rodarse. Pues sólo allí se ven estos pueblos encantadores en los que uno quisiera perderse; esta gastronomía basada en el queso y en el pan que traspasa la pantalla con sus aromas. Este idioma bendito que riega las conversaciones y que es como música en los amantes, como literatura en los tertulianos, como magisterio en los artistas. 

           

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