La historia del cine: una odisea (III). Abbas Kiarostami

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En The Story of Film, Mark Cousins habla maravillas sobre las películas de Abbas Kiarostami que hace unos años casi me costaron la salud y la razón. Mark llega a decir, en uno de su subidones de crítico exaltado, que el final del siglo XX fue “la era de Kiarostami”. Que ante la avalancha de efectos especiales y posmodernismos digitales, el director iraní fue el pérsico guardián de las esencias analógicas. "El más puro y clásico de los directores de su tiempo..." Pues bueno, pues vale, pues me alegro, como diría el Makinavaja. Si tuviera que elegir entre cualquiera de sus películas y Matrix -que era precisamente del año 1999, finisecular y finimilenial- yo, sin duda, me quedaría con los hostiones de Neo haciendo arabescos en el software de un ordenador. Soy así de vacío y de superficial. 

Más aún: si el cine fuera todo él como una película de Kiarostami, prohibidas las persecuciones y los hostiazos, las mujeres bonitas y las tramas enrevesadas, todo bucolismo de personajes que no hablan y paisajes que no se modifican, metrajes estirados hasta el límite de la paciencia o del cachondeo, uno preferiría tomarse la pastilla azul y dejarse engañar por el mundo ficticio del Gran Ordenador. Preferiría ser un cobarde antes que morir desangrado por un bostezo que me desencajara la quijada. La pastilla roja se la cedería gustosamente a Mark Cousins -a quien guardo mucho aprecio a pesar de sus ortodoxas herejías- para que siguiera durmiendo sus siestas entre los cerezos, o entre los olivos, allá en los valles abruptos donde Jerjes y Darío perdieron sus mecheros.