Vacas

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Hace días que no salgo de este maratón del National Geographic dedicado a las tierras vascas. Después de seguir a Tasio en sus aventuras montaraces, me encuentro en la liga de fútbol con un derbi decisivo entre vizcaínos rojiblancos y guipuzcoanos txuriurdines. Un encuentro pasional disputado bajo la lluvia, sobre el césped verdísimo, como corresponde al paisaje ancestral que rodea al estadio de San Mamés. En mitad de la refriega  recuerdo, en asociación libre, que hace meses que me aguardan las primeras películas de Julio Medem, asaltadas en un arrebato cinéfilo que pretendía dedicarle un largo ciclo. Una retrospectiva cronológica, minuciosa, destripada al mínimo detalle en este diario, y que luego, como sucede casi siempre, se quedó en una mera intención aplazada, pisoteada por otras urgencias, olvidada a los pocos días de haber brotado de mi escuálida voluntad.




            Arrepentido de mi enésima dimisión, busco al terminar el partido la película Vacas. En ella, dos familias de vascos y vascas se odian con la rivalidad propia de los caseríos colindantes, allá por los tiempos en que los carlistas luchaban por una España aún más católica y reaccionaria.  Es una película irregular, extraña, como todas las de Medem, que a veces es narración convencional de los odios y los amores, y a veces, sin previo aviso, se vuelve poesía indescifrable de la telúrica influencia. Telúrica...  Recuerdo que me preguntaron el significado de esta palabra en el examen de lengua de la selectividad, allá por los años mozos, cuando el cine iba a ser el entretenimiento de las noches, el solaz del productivo trabajo, y no el refugio oscuro en el que ahora me escondo de los hombres, y de la vida. No supe responder a la pregunta en el examen. Jamás, en mis lecturas, había aparecido semejante palabra. O yo, al menos, no la recordaba. Tiré del prefijo griego tele y solté algo parecido a lejanía, a planetario, por si colaba. Luego, en casa, reconcomido por el probable desacierto, la busqué en el diccionario: Perteneciente o relativo al telurismo. Telurismo: Influencia del suelo de una comarca sobre sus habitantes. No era, pues, un asunto de lejanías, sino todo lo contrario: de cercanías, de raíces, del suelo que uno pisa. 

   He recordado todo esto mientras veía Vacas, porque hay mucho telurismo en su propuesta, y porque mi cerebro sigue asociando libremente las churras con las merinas, y las peras con las manzanas, en este marasmo post-balompédico que precede al sueño. Vacas trata sobre vacas en la tierra siempre húmeda, pintada de verde, ondulada de montes, que ha forjado el carácter indómito de los nativos vascongados. Creo que fue Nietzsche quien dijo que somos, en esencia, lo que comemos. Telúricos, al fin y al cabo, pues todo proviene de la tierra. Los personajes de Medem, vascos o no, lo mismo te comen un asado con patatas y razonan como personas normales, que luego se adentran en los bosques y se zampan un par de setas alucinógenas que les introducen en el desvarío, y en la poesía incognoscible del propio ombligo. Así es Medem, y así hay que tomárselo.





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Tasio

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En la película Tasio- que es más bien un National Geographic sobre el vasco indómito del siglo XX- Anastasio nace, crece, se reproduce, y finalmente, suponemos, porque ese trance vital no se narra, o porque ciertamente es un espíritu inmortal de los montes, muere. Para ganarse la vida, Tasio lo mismo fabrica carbón vegetal que se dedica a la caza furtiva, o que cultiva un huerto, o que ordeña a las vacas. Este tipo es un todoterreno sin motor, allá en la Sierra de Urbasa. Ningún arte de la supervivencia le es ajeno. Inmerso en la guerra nuclear que Jrushchov y los Kennedy evitaron en el último instante, él hubiera sido uno de los pocos en salvarse. Un hombre que es capaz de tejer sus propias ropas, y de construir su propia casa, y de encontrar comida bajo las piedras, encabezaría, sin duda, una partida de supervivientes al estilo Mad Max, armado de boina y de escopeta recortada, defendiendo el valle de las agresiones externas, vecinales o castellanas, eso ya daría lo mismo, en la disolución definitiva de las fronteras...

Viendo Tasio he recordado a aquel personaje de Las partículas elementales, Bruno, que se lamentaba de su básica inutilidad, de su desarraigo de las labores primarias. Hace años, cuando leí la novela, y me vi reflejado punto por punto en sus lamentos, transcribí su pensamientos para reflexionar sobre ellos en el futuro. Aquí los tengo, desempolvados y pasados por el corrector. Michel Houellebecq se encarga hoy de rellenar mi folio diario de cada día. Bruno es el reverso moderno de Tasio, la otra cara de la moneda humana. El paleto urbano que ya no se ríe del palurdo rural:

- No sirvo para nada -dijo Bruno con resignación-. Soy incapaz hasta de criar cerdos. No tengo ni idea de cómo se hacen las salchichas, los tenedores o los teléfonos portátiles. Soy incapaz de producir cualquiera de los objetos que me rodean, los que uso o los que me como; ni siquiera soy capaz de entender su proceso de producción. Si la industria se bloqueara, si desaparecieran los ingenieros y los técnicos especializados, yo sería incapaz de volver a poner en marcha una sola rueda. Estoy fuera del complejo económico-industrial, y ni siquiera podría asegurar mi propia supervivencia: no sabría alimentarme, vestirme o protegerme de la intemperie; mis competencias técnicas son ligeramente inferiores a las del hombre de Neanderthal. Dependo por completo de la sociedad que me rodea, pero yo soy para ella poco menos que inútil; todo lo que sé hacer es producir dudosos comentarios sobre objetos culturales anticuados. 



    
         
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El diablo viste de Prada

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Qué me importan a mí -que vivo de ermitaño, en La Pedanía- las modas y los estilos. Las combinaciones de colores... La redacción de la revista Runway es para mí como la otra punta del cosmos, habitada por seres extraños e incomprensibles. Vivo a millones de años-luz de esta gente que viste a los famosos, a los ricachones, a las modelos que de vez en cuando pasean sus cuerpos en los cierres del telediario. Soy un hombre chapado a la antigua,y  refractario a las modas. Lo mío son las rebajas del Carrefour, donde apaño las mismas prendas de siempre, siempre oscuras y muy baratas. Me visto para no ir desnudo. Todo lo demás no lo entiendo, o me la suda. Visto limpio y aseado, pero lo hago como un gañán de pueblo, ajeno a cualquier estética imperante. El diablo viste de Prada es para mí una marcianada de gente muy extraña y muy loca. Yo había venido aquí para rendir pleitesía a Anne Hathaway. Para hablar de ella en este diario y pormenorizar sus encantos y sus talentos. Pero no puedo: con Anne, aún a riesgo de parecer un hombre de las cavernas, un neanderthal poco evolucionado, es imposible ir más allá del gruñido del antropoide: uf, grrr, guau...  Éste es mi rendido poema. Mi particular versión del Lord Byron enamorado. Es lo que hay.




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La historia del cine: una odisea. (II)

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Primero lo dijo de Yasujiro Ozu; luego de Jean Renoir; ahora de Alfred Hitchcock. Aún estamos en los años 40 de su Historia del Cine y Mark Cousins ya ha elegido tres veces al mejor director de todos los tiempos. Cuando lleguemos a los tiempos modernos, serán  una docena de realizadores los elegidos. No cuento esto para reírme de Cousins. Al contrario: cuando habla de los cineastas que más le gustan, su entusiasmo resulta conmovedor. En estos arrebatos de pasión, Cousins abandona su atril de profesor puntilloso y se mezcla con la plebe que también cambia de opinión un día para otro. El crítico objetivo se disfraza de espectador armado con palomitas. 

Cada vez me cae mejor este tipo. A veces se le va un poco la olla, es verdad, y aplaude extasiado un ángulo de cámara que uno, en su incultura, en su simpleza, piensa que se le hubiera ocurrido a cualquiera.  Pero su empeño explicativo, y su paciencia de santo bíblico, termina por arrastrarte a su mundo particular. Es una pena que Pitufo, cada vez que pasa por delante del documental, y ve los subtítulos y las escenas del cine antiguo, haga mutis por el foro y se enclaustre en la otra televisión, a seguir jugando a las guerras de mentira. La Historia del Cine podría haber significado para él lo mismo que significó para mí la serie Cosmos cuando yo era chaval. Gracias al entusiasmo científico de Carl Sagan, yo quise ser astrónomo y vivir aislado en un observatorio de las Chimbambas, lejos de los hombres, y de todas las mujeres menos una, entregado a contemplar las estrellas. Luego vino la vida, a ponerme en mi sitio. Me faltó el talento matemático, y la valentía necesaria. Pero fue, de todos modos, mi epifanía. Fallida, pero verdadera. El camino a seguir que no pude continuar. 

Me gustaría que Pitufo también tuviera una epifanía semejante, a ser posible cinematográfica. Que estos documentales, u otros parecidos, fueran el punto de partida de una vida dedicada a perseguir un sueño, una meta. Abandonar la diletancia improductiva y centrar la atención en un oficio creativo, en una afición estimulante. Que un día, dentro de muchos años, cuando le entrevisten en las radios o en los periódicos, responda como responden muchos de los artistas: que tenía doce o trece años cuando vio en el cine, o en la tele, aquella película o aquel documental que le dejó fascinado, que le marcó el objetivo, y que le encarriló en la feliz vida que ahora lleva...



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Iron Man 2

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Acompaño a mi hijo en su fiebre gripal por los superhéroes y me trago, enterita, sabiendo de antemano lo que me espera, Iron Man 2. Ni el gracejo de Robert Downey Jr. ni los pechos postsoviéticos de Scarlett Johansson son capaces de mitigar mi aburrimiento. Pero es un fastidio dichoso y consentido. Ningún tiempo con Pitufo es tiempo perdido. Quiero creer que estoy sembrando en él la semilla del futuro cinéfilo. La carne de mi carne, y la sangre de mi sangre, transustanciada en celuloide. O en megabytes. 

Nos hemos reído mucho con las malandanzas de Tony Stark. Ni yo termino de comulgar con lo que veo, ni Pitufo termina de tomarse en serio las fantasmadas de estos superhéroes. Pero comentamos muy animados los hostiazos, los pasotes, los giros grotescos de la trama. Quizá me puede el orgullo si afirmo que Pitufo es un espectador entregado, pero muy crítico. O quizá es que finge su madurez para que yo no reprenda su infantilismo, no sé. Cuando aparece Scarlett Johansson mostrando el escotazo, se instala entre nosotros un silencio incómodo.  Él sabe que yo sé, y yo sé que él sabe. Scarlett gusta a todos los hombres entre los doce y los noventa años. Es un imperativo biológico, imposible de soslayar. Pero sólo son segundos. Ahora que ya somos dos tíos mayores, y que sabemos de qué va la vaina,  rápidamente recomponemos la vergüenza, y hacemos chistecitos sobre las enormes dimensiones, o sobre los dinámicos bamboleos. Entre el adolescente que llega y el adolescente que nunca se fue, montamos una pequeña juerga como de chavales del instituto. 

Es una mierda, Iron Man 2. De lo peor que ha pasado por mi sacrosanta cartelera. Pero no cambiaría este rato por ninguno de los que paso en soledad viendo las obras maestras que propone Mark Cousins, o cualquier otro plasta de lo canónico, a bombo y platillo.




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Mad Men. Temporada 5


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En el primer episodio de la 5ª temporada de Mad Men, Don Draper acaba de cumplir 40 años. Uno contempla sus propios cuarenta años en el espejo, con las ojeras y las canas, la papada y la mala hostia, y se pregunta si los años pasan igual para todos los seres humanos. Y no hablo de la percepción subjetiva del tiempo, sino de su duración real, del peso mensurable de los segundos y minutos que van conformando las horas. Mis cuarenta años han pasado volando, casi sin darme cuenta, como si apenas hubiesen sido quince, o veinte, aunque pesan, y joden, y llevan la resignación plomiza de al menos nueve vidas comprimidas. 

Los cuarenta años de Don Draper, por el contrario, conservan las prestaciones laborales y sexuales de un macho apenas afectado por la decadencia. Los radicales libres de su organismo se lo están tomando con mucha pachorra. Y mira que bebe, el jodido, y vuelven a beber, los whiskies en el río... A mí, en cambio, que tengo el vicio de lo cárnico, me falla el oído, me invaden las canas, se me desploma la barriga... Aparecen manchas en la piel, pelos en los oídos, meadas intempestivas en mitad de la noche. Mi organismo ha entrado en alerta naranja, superado por los acontecimientos. Ni las sobras sexuales de Don Draper, podría comerse uno acurrucado bajo las faldas de la mesa camilla. Ni las migajas bellísimo que él tira al suelo con un gesto de hastío. "Toma, perrito, toma..."





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El mundo es nuestro

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El “Cabesa” y el “Culebra” son dos arrabaleros de Sevilla algo cortos, semianalfabetos de la farlopa y de la mala vida que, sin embargo han comprendido la realidad de los humanos con cierta precocidad. A la fuerza ahorcan. 

El “Cabesa” y el “Culebra” no aspiran a mejorar el mundo. Al mundo que ellos conocen, puñetero y mezquino, que le den mucho por el culo. A este par de pájaros -gorriones desplumados del suburbio olvidado- se la sudan los artistas revolucionarios. Una película como Noviembre les sonaría a shino del mandarino. ¿Bertolt Brecht? ¿Quién es ése? ¿El nuevo delantero centro del Betis? Ni puta idea, oye. Para estos dos balarrasas,  el héroe, el modelo, el ejemplo a seguir en la vida, es “El Dioni”, el segurata justiciero que harto de trajinar el dinero de los ricos decidió apropiárselo para arreglar sus propios asuntos, en Brasil, en las playas de Copacabana, bañado por el sol, rodeado de las mulatas pechugonas que olisquean los millones a kilómetros. Primero la felicidad de uno mismo; luego, con la mente despejada, y la mansedumbre de quien ya lo tiene todo resuelto, el servicio a los demás. Por ese orden.

Con esta filosofía por bandera, y guiados por el espíritu emprendedor y estrábico de su santo laico, el “Cabesa” y el “Culebra” se lían las caperuzas a la cabeza y perpetran un atraco esperpéntico a la sucursal bancaria menos oportuna de Sevilla. Lo que allí acontece entre atracadores y rehenes les sirve a los creadores de El mundo es nuestro para repartir palos a diestro y siniestro. Hay para todos. Es una sátira que a veces peca del trazo grueso, pero otras veces saca el pincel fino y te dibuja una sonrisa agradecida en la cara. No quisiera uno ponerse exagerado, y estupendo, pero hay algo de Azcona y Berlanga en estos dos tipos valleinclanescos de Sevilla, Alfonso Sánchez y Alberto López. 




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Game Change

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Game Change es un telefilm de HBO que nuestras televisiones gratuitas jamás estrenarán, y que cuenta la carrera electoral de Sarah Palin como candidata a la vicepresidencia de los Estados Unidos. Julianne Moore -mi Julianne, la actriz descomunal de los mil registros y los mil cabellos pelirrojos- da vida a esta inclasificable mujer que siendo medio lista y medio lela, medio estúpida y medio bruja, a punto estuvo de colarse en la Casa Blanca para provocar la carcajada y el caos entre sus queridos compatriotas.

Aunque a primera vista pueda parecer una película de intriga política, con los asesores presidenciales y los planificadores de campaña viajando en autobuses que recorren los estados, Game Change está más próxima al género de catástrofes que le ponen a uno los huevos en la garganta. Nos pasó rozando, el cometa Palin. A mil kilómetros escasos se quedó del impacto sobre la Tierra. Al menos sobre esta Tierra que seguimos disfrutando, todavía entera y verdeazulada, porque hay otra Tierra, alternativa y desgraciada, que sí sufrió el choque con ese asteroide. Existe, en algún lugar del cosmos, flotando en las coordenadas fatídicas del destino, un universo alternativo donde John McCain derrotó a Barack Obama en aquellas elecciones presidenciales, y donde luego, a los pocos meses, el anciano sufrió un infarto que puso la puntilla a su mala salud. En esa línea temporal, Sarah Palin, la mujer de la incultura enciclopédica, de la arrogancia inquebrantable, de la estupidez supina elevada a la categoría de chulería moral, es nombrada Presidenta de los Estados Unidos, y Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas. En ese universo paralelo, mi otro yo se levanta cada mañana mirando al cielo en busca de los misiles que habrán de poner fin a la vida, o la inundación bíblica de los mares, recalentado y fundido el hielo de la Antártida en el microondas venusiano de la quema petrolífera.




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Pusher II

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Vivo estos días abotargado por el fútbol incesante de la tele, y por los partidos embarrados del barrio periférico. Sigo durante horas al balón que viene y va, la mayoría de las veces pateado sin sentido, al tuntún de los malos jugadores. Algunas veces, las menos, un futbolista exquisito besa el esférico en un toque sutil e intencionado.  Se produce, entonces, un milagro que asocia el pie con la razón, el intelecto con la destreza. Un gesto que justifica -o quiero yo que justifique- la tarde entera pasada en el sofá.

Cuando no juega el equipo blanco de mis amores, el fútbol se vuelve un espectáculo opiáceo, e incapacitante.  A veces pienso que tienen razón esos intelectuales plastas que claman contra él. Cuando uno sale del fútbol ya no está para nada. Uno trata de articular pensamientos y parábolas sobre el cine y sólo le brotan recuerdos de jugadas, lamentos de goles fallados, alegrías de tantos consumados. La geometría del fútbol y su táctica -que también es riqueza intelectual y materia de reflexión- inhabilita durante horas el ejercicio de cualquier otra filosofía. 
Y así, desmadejado, veo, a trechos, entre medias de los infinitos partidos, Pusher II, la nueva aventura de mis queridos camellos de Copenhague, y nada nuevo se me ocurre que no haya dicho ya sobre las películas ultraviolentas y muy dicharacheras de Nicolas Winding Refn. Luego, con Pitufo, veo en dos horas robadas al balompié la primera entrega de Iron Man, ahora que nos ha dado por el revival de los superhéroes, y ninguna reflexión suculenta nace de mi postura como padre, o de mi escepticismo como espectador. Ninguna que no hubiera escrito la semana pasada sobre Los Vengadores y sus esquijamas. No tengo nada nuevo que aportar. El gusanillo de la conciencia anda muy revoltoso estos días, reconcomiéndome las neuronas, advirtiéndome de que me repito mucho en este diario. Basta, pues. Que reine el fútbol. Cuando cesen las competiciones será el momento de volver a escribir algo cinéfilo, y digno...




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