Tournée

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Después de quitarse la escafandra y de ahuyentar a la mariposa, Mathieu Amalric dirige y protagoniza esta película llamada Tournée. Él interpreta a Joachim, un empresario teatral que regresa a Francia para dirigir una compañía de cabareteras -americanas y gordas- que tratan de levantar el moribundo arte del burlesque. Ya saben: al despelote artístico sobre un escenario, con parodias y extravagancias subidas de tono. El humor de nuestros bisabuelos... Joaquim aprovecha el retorno a su país para tratar viejos asuntos con los amigos, con los hijos, con los empresarios que no quieren alquilar sus salas a estas mujeres ya pasadas de moda.

Tournée me deja mal sabor de boca no porque sea una mala película, sino porque asisto a las desventuras con la sensación, continua y molesta, de estar perdiéndome algo muy sutil, y muy genuino. Intuyo, en todo momento, que Amalric trata de contarme algo muy profundo sobre sí mismo. Y sobre mí mismo, también. Algo que tiene que ver con el fracaso de los sueños, con la vergonzosa dimisión de las responsabilidades, con la supervivencia cutre de quien ha de conformarse con lo puesto. Pero no logro descodificar su lenguaje. Me pierdo en varias conversaciones, en varios paréntesis del guión. He visto Tournée a la hora de la siesta, y no me he quedado dormido. Un elogio así no se lo regalo a cualquier película. Y sin embargo, me queda el desasosiego de no haber entendido la moraleja. Me pudre el resquemor de una mala tarde de cine, pero no con Mathieu Amalric, el pobre, que se lo ha currado de lo lindo, sino conmigo mismo, una vez más, espectador de los estúpidos, antipoético y superficial, con el intelecto arruinado en el fácil mundo de los blockbusters.





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Insidious. No tengas miedo a la oscuridad.

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Insidious y No tengas miedo a la oscuridad son dos películas del género “casa encantada”. O sea: pasillos oscuros que se doblan, puertas chirriantes que se abren y fantasmas que aparecen de sopetón al mismo tiempo que suena un bocinazo en la banda sonora. Las hemos visto mil veces... Sólo cambian las casas en sí, y las caras desencajadas de los panolis desventurados.  No sé para qué las siguen haciendo, y peor aún: no sé  por qué las sigo viendo yo. Me asustan, y nada más. Pego tres o cuatro respingos en el sofá y luego paso el resto de la película maldiciendo mis bostezos. Son esas cosas mías que no tienen explicación, después de cuarenta años de introspecciones baldías. De psicoterapia autoaplicada, casera y gratuita. Las películas de susto o muerte son una infección que se ha venido conmigo en todas las maletas, adonde quiera que he trabajado, adonde quiera que he vivido, viajando de polizonte no deseado. Como si fueran un fantasma, precisamente.

Habría que redefinir, de todos modos, los términos. ¿Por qué a estas películas las llaman de terror cuando en realidad quieren decir susto? La existencia de fantasmas debería, más bien, alegrarnos el alma, pues más allá del miedo que causan sus apariciones, ellos serían la prueba irrefutable del más allá. La certeza ectoplásmica de que vamos a seguir rondando por aquí, incorpóreos, celebrando los goles, asustando a los enemigos, echando una mano transparente a los amiguetes. Son celebraciones encubiertas de la alegría, las películas de susto. Las de terror son otras muy distintas, terrenales y pedestres. Margin Call, por ejemplo, o Inside Job. Con éstas sí que te cagas en los pantalones. En ella, homínidos avariciosos y muy bien trajeados planean cómo arruinarte la vida en sus clubs de golf, en sus despachos sobre Manhattan, en sus restaurantes de cinco tenedores paladeando vinos muy caros. Estos tipos sí que dan miedo. Los psicópatas del billete... Los que te joden de verdad el sueño y la salud. El futuro de tus retoños, atrapados en el proletariado sin esperanzas. Y no los fantasmas de estas películas tontas, escondidos en los armarios, o en los desvanes de las casonas, que sólo son muertos que vienen a traernos el evangelio de una nueva vida. Aunque sean unos pelmazos sin el don de la sutileza. 




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Habemus Papam

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Hay veces que no ves venir una mala película ni cuando  has llegado a su mitad. Te engatusa con un arranque original, con un desarrollo que promete grandes hallazgos y relevantes filosofías, y luego, cuando menos te lo esperas, con la siesta o la hora prudente de acostarse ya sacrificada, te suelta un zarpazo como una gata arisca y te deja tirado en el sofá, rumiando de nuevo tu estupidez, tu escasa capacidad de anticiparte a los bodrios.

Habemus papam es un ejemplo canónico de estas películas traicioneras. Uno que yo sacaría en un simposium para ilustrar mi docta disertación. Tengo que decir, no obstante, en mi defensa, que la elección de un Papa de Roma filmada por Nanni Moretti era un anzuelo con gusano gordísimo que gritaba: "¡Cómeme!" Uno esperaba que Moretti, tan agnóstico y tan izquierdista, tan cercano a la sensibilidad social y política que uno mismo defiende, se marcara aquí un retrato ácido de la curia romana. No una cosa chabacana, o facilona, que se congraciara con nuestro ateísmo pero ofendiera a nuestra inteligencia, sino algo elegante, estiloso, que desnudara los torvos pensamientos de estos nigromantes sin insultarlos, o ridiculizarlos. Una mirada por aquí, una sentencia por allá, un pecado inconfesable que se adivina más que se sabe... Un trabajo muy fino y muy estudiado. 

Moretti, sin embargo, en un ataque de respeto  hacia la sagrada institución, quizá temeroso de Dios ahora que ya encara el declive pitopaúsico de su edad, trata de colarnos un retrato amable, condescendiente, muy petardo, de estos guardianes obesos de la -dicen ellos- Verdadera Fe. Uno sólo empatiza con un personaje: ese anciano cardenal Melville que elegido de rebote para ser Papa, se oculta del mundo acuciado por las dudas. Michel Piccoli ayuda mucho con su interpretación. Es el único personaje verdaderamente humano de la función. El único que no se deja llevar por el protocolo, por la tradición, por la ayuda ciega del Espíritu Santo.

Mientras el cardenal Melville vaga por las calles de Roma buscándose a sí mismo, los demás cardenales, encerrados en el Vaticano, juegan a las cartas o se enfrascan en estúpidos torneos de voleibol. Quizá sea ésta, después de todo, la crítica finísima que Moretti logra colar en el aparente lisonjeo a la curia: su pasividad, su robotismo, su petulancia de infalibilidad disfrazada de confianza ciega en las Alturas. Su vanidad. 



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Niños robados

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Al director italiano Gianni Amelio le dediqué hace tiempo estos lindos y poco afortunados poemas:

Sobre Las llaves de casa:
“Cursi, empalagosa, de lágrima fácil. Un melodramón de buenas intenciones y niños con parálisis. Para echarse a temblar, antes y después del visionado. Sólo esos minutos luminosos de Charlotte Rampling compensan el rato perdido.”

Sobre Così ridevano:
“Aplaudo el fondo social de la película. La denuncia de aquella miseria en que vivían los proletarios de Italia. Pero la propuesta de Così ridevano me pilla a contrapié desde el primer momento. Sus personajes me desconciertan todo el tiempo: cuando van, yo vengo, y cuando vuelven, yo estoy de camino. Bostezos, miradas al reloj, tentaciones continuas de pulsar el stop del DVD...”

Dos coñazos insufribles de los que ahora mismo no podría recordar ni una sola escena. ¿Qué me ha llevado, pues, al reencuentro con Gianni Amelio en esta siesta abrasadora y aún pegajosa de septiembre? Pues el recuerdo, ése sí imborrable, de Lamerica, de la que hablaban el otro día en una revista de cine, tantos años después de su estreno. Pero como de momento no soy capaz de cazarla en la jungla gratuita, he tenido que conformarme con ésta otra película suya, Niños robados, anterior a Lamerica, y muy bien considerada en los aquelarres de los culturetas. 

Cuenta la historia de un carabinero cuya misión es trasladar a dos huérfanos de Milán a Sicilia para ser internados en un instituto. Lo que pasa es que el carabinero, en vez de solventar su misión en un día, con el tren y con el ferry, se toma tres o cuatro jornadas en plan padre experimental, llevándose a los chavales a ver a la familia, a disfrutar de la playa, a tomarse unos helados, en un secuestro inocente pero delictivo que da nombre al título. El fulano no tiene muchas luces, la verdad, y Enrico Lo Verso, el actor fetiche de Amelio, le pone el jeto perfecto a su tontuna transalpina. Niños robados es una road movie que cumple a rajatabla la esencia del género, pues los personajes van cambiando por dentro a medida que el paisaje se transforma más allá de las ventanillas. Es una película triste, bonita, nada ridícula esta vez. El tentempié perfecto para volver a ver Lamerica, cuando la encuentre...




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Criadas y señoras

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Las arpías que uno se va encontrando por la vida no tienen cara de arpías, ni ponen mohines de arpías. La maldad que supura en sus entrañas no suele asomarse a los rostros, salvo en los casos más clínicos. Las mujeres malvadas -como los hombres malvados- son indistinguibles, a simple vista, de las demás. Mirándolas a la cara nunca sabrías cuál de ellas te va a apuñalar, hasta que te apuñala.

Digo esto porque termino de ver Criadas y señoras, aclamada película donde el reparto es casi exclusivamente femenino, y aun siendo una película estimable e instructiva, a uno le chirría que estas señoritingas racistas del Mississippi pongan todo el rato cara de malas. De muy malas. Se cruzan con una mujer negra en la calle y tuercen el gesto como niñas tontas; dan órdenes a la criada del hogar y la cara de asco que se les pone les deforma las facciones. No sé a que viene este subrayado innecesario, que mueve más a la risa que a la indignación. Su misma posición social ya las hace condenables a ojos del espectador. No necesitamos más información para saber que pertenecían -¡que pertenecen!- a una casta execrable, todavía por extinguir. No necesitamos que nos remarquen una y otra vez su maldad, en cada plano, en cada línea de diálogo. Los responsables de Criadas y señoras minusvaloran nuestra inteligencia de espectadores, o quizá se están dirigiendo a un público más básico y local, a saber.

Tampoco han estado muy finos en la confección del cásting, la verdad. No puede ser que estas brujas hayan sido bendecidas por igual en la lotería de la belleza. Que cinco amiguitas de la infancia se conviertan al crecer en cinco mujeres de hermosura indecible, por muy americanas y muy sureñas que sean, es una improbabilidad matemática que coloca a Criadas y señoras más cerca de la ciencia ficción que del género lacrimógeno. Si querían que el espectador masculino pasara por taquilla en esta historia atiborrada de mujeres y mujeríos, quizá hayan dado en el clavo. Pero no han conseguido que por ello disfrutemos más de la película, ni que la tengamos en mayor consideración. Al contrario: uno quiere predisponerse al drama, y solidarizarse con las esclavizadas, pero el desfile de mujeres malísimas y guapísimas le crea a uno una cacofonía mental, como de sinfonía compuesta en dos claves simultáneas. Ver Criadas y señoras es como salir en manifestación a favor de los inmigrantes y pasarte dos horas mirando las tetas de las pijas que pasan a tu lado llamándote perroflauta y rojo de mierda.      



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EVA

🌟🌟

Hay películas que se lo juegan todo a la carta de una sorpresa, de un giro inesperado que deja al espectador clavado en su sitio. Son películas que transcurren sin rumbo, aburridas, y que de repente, por obra y gracia del truco escondido, cobran sentido y se ganan nuestro aplauso final. EVA quiere jugar esta baza, y trata de dejarnos boquiabiertos con su conejo de última hora sacado de la chistera. Lo que pasa es que aquí todo el mundo se olía el pastel, incluidos los espectadores de inteligencia más limitada como la mía, que rara vez anticipa nada de las tramas, siempre tan torpe y tan ensimismada en la magia del cine. Y es que hay películas que se traicionan desde el mismo cartel que las promociona. No se puede escribir el título así, EVA, en mayúsculas, en tipo de letra cibernética, como WALL.E, o YO, ROBOT. Ni se puede poner a la susodicha Eva en la misma postura que guarda el niño de Inteligencia Artificial en su cartel, de perfil, con la cabeza levantada, como mirando hacia el futuro, o hacia las estrellas, vaya usted a saber.


            Es un error mayúsculo, éste de EVA. No lo es, en cambio, que salga mucho en pantalla Marta Etura. Bienvenida sea siempre, su gracia. Después de todo, más allá de los coqueteos con la ciencia-ficción, EVA nos es más que la historia de dos hermanos que quieren tirarse a Marta Etura, pero cada uno por separado, y en exclusiva, lo que provoca el inevitable conflicto sexual. Otra pareja de hermanos más liberales, que además se hubiese enamorado de una mujer propicia a los tríos, habría hecho de EVA una película muy diferente, menos dramática quizá, pero tan excitante que nos hubiese dado lo mismo el misterio tontorrón de la niña protagonista.


            Tiene EVA, no obstante, el mérito indudable de introducir una reflexión profunda, vamos a decir filosófica, que nada tiene que ver con los celos ni con el amor. Ni con el futuro incierto de la inteligencia artificial. Hay un momento en el que Daniel Brühl, desesperado por la indiferencia de Marta Etura, se abraza al mayordomo cibernético que le ayuda en las tareas doméstidcas. Una especie de C3PO humanizado que encarna Lluís Homar, y que se llama Max. Max posee un programa regulable de empatía con los seres humanos. En su nivel ocho, que es el que viene instalado por defecto, es un plasta de mucho cuidado, siempre atento, pendiente, efusivo, como los vendedores de El Corte Inglés que trabajan a comisión. Brühl no lo soporta en ese nivel, y rápidamente le ordena bajar al seis, que es el habitual en la película, donde Max se comporta como un tipo eficiente, educado, comedido. Pero Brühl, en esa noche aciaga sin Marta, condenado de nuevo a la masturbación enamorada, le coloca de nuevo en el nivel ocho de simpatía, sólo para ser abrazado en ese instante de tristeza absoluta. Lo artificial, una vez más, como sustituto irremediable de lo natural.  Como me pasa a mí, con las películas, que son una gran mentira repetida noche tras noche, a veces de nivel ocho, a veces de nivel uno, pero a las que abrazo como un borracho a su farola, decepcionado de la realidad aburrida, de los humanos desesperantes, del mí mismo, acobardado y dimitido.




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Papá está en viaje de negocios


🌟🌟🌟

Papá está en viaje de negocios ha resultado ser, a pesar de mis recelos iniciales, una entretenida película de Emir Kusturica, alejada de esas cosas barrocas que vi de él en los lejanos tiempos de mi cinefilia militante, como Underground, o Gato negro, gato blanco. Le tenía gato, sí, a Kusturica. Pero aquí se apunta un tanto con una película sencilla, de personajes que piensan y razonan, y que no se pasan toda la película pegando botes y tocando instrumentos sin ton ni son. Le pasa, al serbio, lo mismo que les pasaba a esos cineastas tan apaleados en este diario, Buñuel, y Saura, y Fellini, que cuando bajaban a la tierra y contaban cosas inteligibles, alumbraban grandísimas películas, obras maestras intemporales, pero que cuando visitaban a su psicoanalista filmaban películas que sólo ellos, ni siquiera sus más allegados, podían entender.



            Lo extraño de Papá está en viaje de negocios es que se rodara en Sarajevo y se estrenara en los cines yugoslavos allá por 1985. Aunque Tito llevara muerto alrededor de un lustro, Yugoslavia, oficialmente, seguía siendo un país comunista. Sin embargo, la película es crítica, corrosiva, muy poco complaciente con el pasado. Si hacemos caso de lo que cuenta Kusturica, bastaba con no reírse de un chiste que ridiculizaba a Stalin para ser deportado sin miramientos a los campos de trabajo. Supongo que quienes sucedieron a Tito en el poder no simpatizaban mucho con el viejete. Supongo, también, que quisieron aprovechar la película para hacerse pasar por liberales y modernos ante el mundo occidental.

No sé. Habría que tener nociones más profundas de la política yugoslava en los años ochenta, pero uno, naturalmente, no llega a tanto. Busco cuatro o cinco referencias en internet y rápidamente me canso de no saber. Es lo que tienen las películas de países lejanos, e incluso extintos: que uno ve, por ejemplo, Papá está en viaje de negocios, y no sabe bien hasta donde llega la crítica o la chanza de Kusturica. ¿Se pasa, o no llega? La sensación de estar perdiéndote malevolencias y dobles sentidos te asalta en cada escena. Cualquiera que conozca medianamente la historia de España, ve El verdugo y sabe bien dónde están escondidos los dardos venenosos. Entendemos de lo nuestro porque lo hemos vivido, o porque lo hemos estudiado en el cole ¿Pero qué sabemos, los españolitos de a pie, por mucha pre-LOGSE que nos hicieran estudiar, de los equilibrios sociales que regían allá en los Balcanes hace tres décadas? 


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Crazy stupid love

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Hay películas que como Crazy, stupid, love te ganan desde el título, porque en él se resume, con una cita elegante, la esencia de una gran verdad: que el amor es realmente un sentimiento loco y estúpido, aunque inevitable, como todos sabemos. De no ser así, indomable y anárquico, no estaríamos hoy aquí: ni quien esto malescribe, ni quien condesciende en leer las ocurrencias.

Que Steve Carell sea la estrella del reparto no es una casualidad. Crazy, stupid, love necesita su rostro ambiguo para dar con el tono justo de la comedia agria. Quieres reírte con él, en los amoríos y los desamoríos, en los requiebros y los desplantes, pero la sonrisa que a uno le sale es de simpatía, de reconocimiento de uno mismo en su personaje, más que de regocijo, o de burla. Quien no se identifique con alguna de las desventuras aquí retratadas, es que vaga por la vida sin un corazón que lo anime.

Iba para gran película, Crazy, stupid, love. Para segundo sobresaliente consecutivo en esta nueva tierra de promisión que parezco haber encontrado. Por debajo de sus chistes y sus equívocos, fluía una filosofía muy afín a mi pensamiento, como de finales del otoño, como de día que amanece melancólico y tonto. Pero sucede que los actores tienen que comer, y pagar las facturas de sus mansiones, y para ello necesitan el dinero abundantísimo de las taquillas. Es por eso que al final, después del gran trabajo de cinismo que habían desarrollado, se pliegan a un desenlace donde el amor triunfa, la esperanza se impone y las nubes plomizas dejan paso al solazo que nos alumbra. El negocio del cine, no nos olvidemos, vive sostenido por los optimistas. Ellos son quienes abarrotan las salas y los salones. Los depresivos y los nihilistas sólo aportamos el chocolate del loro. Somos el espíritu crítico que clama por la verosimilitud en el desierto.




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La deuda

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Veo, en la siesta recalentada del verano interminable y extenuante, La deuda. O es una película sin músculo, o mi atención se ha achicharrado poco a poco en la sartén de mi sesera. La he visto entre vapores, sin mover un músculo, temeroso de desencadenar la explosión de los mil géiseres de mi piel. Pero el esfuerzo supremo de la inacción tampoco ha ayudado gran cosa. Al contrario: me ha hecho fijarme más en lo aburrido de la propuesta. Hasta que llegas al final -que decían sorpresivo y espectacular en la red-, y resulta que lo protagoniza una agente del Mosad entradísima en años liándose a hostias con un nazi fugitivo, más viejuno todavía, en un remoto psiquiátrico de Ucrania. Ridículo todo. 

Sólo la presencia de Jessica Chastain impedirá el olvido fulminante de La deuda. Imposible no enamorarse de ella. Hay que ir muy despistado por la vida para encontrarse con una mujer así y no quedarse embobado, mirándola. Para no quedarse con su rostro y con su nombre en el primer encuentro. Sólo a un gilipollas como yo podría ocurrirle una cosa así.... Porque he visto La deuda pensando que Jessica paseaba su pelirroja belleza por primera vez en mi salón, y luego, cuando la he rebuscado en internet, ya del todo enamorado, he descubierto para mi sonrojo que ella era la esposa de Brad Pitt en El árbol de la vida, película a la que dediqué una mínima entrada en este diario sin mencionarla a ella, que levitaba ingrávida sobre el césped de su jardín, como hacen los ángeles en el paraíso de lo verde. Imperdonable, mi despiste. Vergonzoso, mi olvido. Preocupante, sobre todo, la desatención de este instinto mío, decadente y plomizo, al que antes no se le escapaba ni una, siempre alerta, concentrado. Hace años, Jessica Chastain no habría necesitado dos oportunidades para colarse en mi vida. No habría sufrido este desplante, este oprobio, esta desconsideración inexcusable. 





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Tiburón

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Por la noche, en las vísperas todavía libres del colegio, veo con Pitufo Tiburón. Al fin ha caído el bicho... Tiburón llevaba meses entre las candidatas a ser la película compartida del día. Pero por unas cosas o por otras siempre se caía de la elección definitiva. Pitufo sopesaba la carátula mientras yo le contaba las mil maravillas del invento, y al final, invariablemente, se decantaba por otra película. ¿Por qué? Son las cosas de Pitufo...ç

Es la una menos diez de la madrugada cuando Roy Scheider por fin acierta con la botella de aire comprimido. Termina la película y Pitufo me pregunta cómo demonios consiguieron animar el bicho mecánico. Ha quedado fascinado por el truco, sabiendo que casi cuarenta años lo contemplan. Busco en los extras del DVD y aparece un making off que promete ser ilustrativo. Estamos de suerte. Comenzamos a verlo y a los dos minutos busco la duración total del documento: ¡50 minutos!, exclamo. Pero Pitufo no capta la indirecta. Cincuenta minutos, sí, deja caer él con voz lacónica… No mueve ni un músculo para levantarse. Es la una de la madrugada y el making off viene en versión original subtitulada. Hablan los productores, los actores, los expertos que rodaron las secuencias de los tiburones reales. Spielberg cuenta sus ocurrencias durante el rodaje, sus temores, sus depresiones. Todo es interesante, instructivo, el destripamiento pedagógico de una película que se convirtió en  un clásico instantáneo. El fascinante espectáculo de las personas habilidosas y sabias explicando su oficio. 

Pero Pitufo tiene trece años, y vive en el anárquico siglo XXI donde ya ningún niño escucha las explicaciones de los adultos, y todo este rollo de Tiburón y sus manufactureros debería de aburrirle hasta el hastío. Su atención, sin embargo, no decae en ningún momento. A ratos pienso que es un niño excepcional, distinto a los demás en este entorno que nos toca vivir. Luego empiezo a pensar que el making off le está viniendo de perlas para no tener que irse a la cama, en estos últimos días de libertad veraniega. Ya no sabe uno que opinar. ¿Es un niño inteligente, un niño listo, un niño jeta? Preguntarle a él, desde luego, no iba a servir de nada...



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La piel suave

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Recupero, de las tinieblas del olvido, la que siempre tuve por mejor película de Truffaut, con excepción hecha de Los cuatrocientos golpes. La piel suave es, en efecto, una gran película, muy superior a la media del encumbradísimo cine francés de la época. Pero se ha quedado antigua, como casi todas. Su protagonista es Pierre Lachenay, un cuarentón bajito, gordito, con papada papal y gafas de concha. Su personaje es famoso porque sale en las tertulias de la tele, hablando sobre Balzac. Pero hoy en día, con semejante aspecto, y semejante currículum intelectual, no se comería un rosco en el festín de las hembras apetecibles. Puesto a ser infiel con su esposa, tendría que conformarse con una mujer del montón, de las que pasan a millares por nuestras vidas de homínidos siempre predispuestos, y conformistas con cualquier retozo.

Sin embargo, en La piel suave, porque los años sesenta eran otros tiempos, y a Truffaut le encantaba soñar con estas posibilidades, Pierre se trajina a una azafata de muy altos vuelos. Ella es joven, sofisticada, preciosa, multilingüe: Françoise Dorleac. Los pilotos se la rifan. Los hombres de negocios suspiran por ella. Y llega Pierre, con un rollo patatero sobre cómo se autoeditaba Balzac los novelones, y la deja patidifusa de amor en un hotel de Lisboa. Eso, en la Francia culta de los años sesenta, quizá tuviese un pase. Las mujeres eran distintas. Incluso las más guapas, eran distintas. A los feos del mundo aún les quedaba la esperanza de deslumbrarlas con su saber enciclopédico, con su disertar profuso sobre la nada. La inteligencia era un arma en decadencia, pero aún podía matar unos cuantos pájaros sexuales. Pero son cosas de los tiempos pretéritos, del paraíso erótico que los hombres con gafas de mi generación ya no tuvimos la suerte de vivir.

Ahora ya no hay sabios. Todo está en la Wikipedia.  






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Rachel, Rachel

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En este principio de curso, con la tristeza de quien regresa a la dictadura del trabajo, me topo en los canales de pago con Rachel, Rachel, película dirigida por Paul Newman y protagonizada por su esposa Joanne Woodward. Rachel es una colega de profesión, allá en la profundidad de las Américas, que vive el último día de clase antes de que lleguen las vacaciones de verano. Uno, al principio, teme que la película nos restriegue, a los profesores que transitamos septiembre, la felicidad inmensa de los que aún viven el junio alborozado. Sería el colmo de la ironía. Pero no es el caso. Para la maestra Rachel, el verano es el desierto inabarcable del tiempo libre, el caudal inagotable de horas consecutivas en las que no podrá olvidar que es una mujer fracasada -al estilo de como fracasaban, o creían fracasar, las mujeres de antes: sin marido, sin hijos, al cuidado esclavizado de una madre manipuladora.

Yo entiendo a Rachel. Su mal es el mismo mal que yo padezco. Durante el curso uno tiene el trabajo, el fútbol, el trabajo doméstico, ¡las películas!, y cuando la soledad de un tiempo muerto amenaza con abrir la puerta a los fantasmas, ahí está la llegada del sueño, fulminante, para escabullirnos por otra. Pero en verano los días se estiran, el fútbol desaparece, y el largo sueño de la noche ya no deja regresar al liviano sueño de las tardes. Uno aprovecha para ver el cine que no vio durante el curso, casi siempre malo. Hay que caminar a tientas para no encontrarse con los monstruos en cualquier esquina, acechantes, y malolientes. El verano da miedo. El sol lo ilumina todo con una luz delatora.

En el aula vacía de los niños, ante la depresión veraniega que se acerca, Rachel pronuncia este pensamiento tan parecido a las confesiones que hace Louis C.K. en sus shows nocturnos. Tan parecido, también, a mis propias reflexiones de cuarentón recién estrenado, barrigudo y decadente:

“He llegado exactamente a la mitad de mi vida. Este es el último verano ascendente de mi vida. A partir de ahora todo será cuesta abajo, hasta llegar al final”.

Solo que yo, me temo, llevo ya varios veranos descendentes. Rachel, con sus treinta y pocos años, no deja de ser una jovencita para mí. Envidiable y bonita, colega de los temores, cofrade de la vocación fracasada.




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