Pequeñas mentiras sin importancia

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Cumplida la pena de cuarenta años y un día, me encuentro en los canales de pago con una película francesa que, curiosamente, trata los problemas emocionales de una pandilla de amigos que comparten celda conmigo en esta mohosa prisión de la edad.

Como no creo en las casualidades, ni en los designios de los dioses, supongo que ha sido mi inconsciente el responsable de encontrarla entre el maremágnum de la programación digital. Se trata de Pequeñas mentiras sin importancia, película a la que me conduce su director, Guillaume Canet, del que hace poco disfruté No se lo digas a nadie, thriller de planteamiento original y giro final inesperadísimo. Y a la que me conduce también, por supuesto, por encima de cualquier otra consideración, su señora esposa, Marion Cotillard, la parisina ideal de la que todos nos enamoramos en Largo domingo de noviazgo y desde entonces que no hemos parado.

Los primeros minutos de Pequeñas mentiras sin importancia consiguen atraer mi atención, y me las prometo muy felices para las dos horas y media que restan por delante. Pero poco a poco voy cayendo en la decepción. No absoluta, no irascible, no endemoniada -porque la película no está mal del todo, y Marion, sin adornos y sin maquillajes, con ropas ordinarias y rasgos despejados, está más bella que nunca, y además sale mucho rato. Pero me importan muy poco las aventuras de estos cuarentañeros. No forman parte de mi contexto, de mi experiencia vital. Son demasiado guapos, demasiado burgueses, demasiado felices... Su máxima preocupación en la vida es decidir con quién van a acostarse llegada la noche, allá en el lujoso bungalow que todos comparten a orillas del mar, en unas vacaciones soleadas e idílicas que seguramente sufraga el fraude fiscal. 

De esto va, mayormente, Pequeñas mentiras sin importancia: de pequeños rolletes sin importancia. De contarnos, al común de los mortales, cómo se las gastan estos guaperas y estas macizorras cuándo se les pone un objetivo sexual entre ceja y ceja.



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