El manantial de la doncella

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Sigo viendo las viejas películas de Ingmar Bergman. Esta vez le ha tocado el turno a El manantial de la doncella,  película ya vista en algún tiempo lejano, pero de la que sólo recordaba a la doncella en si, tumbada sobre la hojarasca. Ocurre que muchas veces no recordamos los pormenores de una película y, sin embargo, algo en nuestro interior resuena con alegría o con desagrado cuando escuchamos su título, como si codificada en tales palabras se preservara la significancia de los fotogramas  que luego nuestro cerebro traspapela y olvida.
             (spoiler)
            Es una película bonita, El manantial de la doncella. Y brutal. La escena de la violación es de un sadismo insospechado en una película que tiene más de medio siglo de vida. Impresionan esos planos de la doncella ya cádaver, tendida en el bosque mientras comienzan a caer los copos de nieve, con el cuello torcido, los ojos entreabiertos, el blanco camisón alzado hasta los muslos. Hay una belleza terrorífica en esa imagen, como de cuento macabro de hadas. Cuesta quitarla de los ojos cuando la película ya ha terminado. Lo demás, seguramente, perdurará apenas unos meses en los armarios del recuerdo. Esto no. 




1 comentario:

  1. Una lata desesperada

    Por ser menores de edad, teníamos que conformarnos con ver los fotogramas de las películas para adultos en las carteleras del pasaje peatonal, a la entrada del teatro Yanuba.
    Así, la caminada al colegio se matizaba con la conversación que teníamos frente a las sugestivas fotografías. El sentimiento de frustración por no poder ver estas películas fue evolucionando.
    Fingíamos que las habíamos visto y que a partir de las imágenes recordábamos vívidamente las escenas de la película. Surgían comentarios graciosos e imaginativos-y hasta descabellados-, sobre lo que ocurría. Un transeúnte desprevenido que pasara junto a nosotros tres diría que esos niños habían visto la tal película.
    -Ah, ahí es cuando él sale por una ventana.
    -Ah, respondían los otros dos.

    También en el colegio hablábamos de cine. Cuando sonaba la campana salíamos al patio para un descanso de media hora. Como ya estábamos terminando el bachillerato, formábamos círculos de charla y alguno narraba una película que hubiera visto, mientras los otros escuchábamos embelesados.
    No faltaba quien demeritara la calidad del filme exclamando:
    -No, esa es una lata desesperada.
    Los demás nos mirábamos.
    La sala de cine del Yanuba era grandísima, o al menos así la recuerdo. Vísperas de iniciar la película el ambiente era premonitorio de que un espectáculo lleno de magia estaba a punto de iniciarse. Había una penumbra que inspiraba respeto y una música generosa preparaba los corazones para la función. Los asistentes íbamos ocupando las sillas tapizadas de rojo. Nosotros escogíamos el sitio perfecto, desde donde supuestamente el director había ejecutado la filmación. Allí el sonido era óptimo y también la perspectiva.


    Por las noches nos encontrábamos los tres y dábamos vueltas por el centro. Los paseos a veces incluían una o dos manzanas vecinas, pero siempre pasábamos por el Dombey y la Canasta.
    Por turnos, cada uno iba contando películas que lo habían impresionado, mientras los otros dos escuchaban en silencio.
    Cierta noche Raúl contó una película donde el rey cabalga desesperado por entre un bosque. Al llegar a un claro, detiene su cabalgadura y desmonta. Camina apresurado por entre los matorrales hasta hallar el cadáver de su hija que yacía abandonado sobre la hojarasca. Ella había sido ultrajada y estrangulada.
    El rey se arrodilló y con infinita tristeza trató de levantar su cabeza, abrazándola. La cabellera se desprendió y al instante brotó de allí un manantial.
    La película se llamaba El manantial de la doncella, de Ingmar Bergman.
    Seguimos caminando consternados. En la esquina, un celador de ruana tocó el silbato, indicando que todo estaba en calma.




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