Pobres criaturas

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Dramatis personae:

Godwin Baster. Es el doctor Frankenstein de la trama. Pero él no quiere igualarse a Dios otorgando la vida. Él es ateo y pasa de esos rollos. Godwin ha creado a Bella Baxter para que le sirva de muñeca sexual, aunque luego no pueda tirársela porque además de ateo es impotente. Es un empeño muy raro. 

Bella Baxter. Es un monstruo en el sentido corpóreo de la palabra. Pero también en el sentido moral. ¿Es esto lo que las feministas -que están encantadas con la película y ya se ponen la foto de Bella por los perfiles- llaman una mujer empoderada? ¿Una IA andante incapaz de empatizar con los demás? ¿No se parece mucho a esos mismos hombres que salen criticados en la película porque solo piensan en follársela? No sé, serán cosas mías. 

Bella no engaña a nadie y hace lo que sale del coño con su coño. y eso está muy bien. Hay que ser muy troglodita para no entenderlo en el año 2024. A veces no sé a quién se dirigen estas reivindicaciones. Esos tipos a los que señala el dedo acusador están siempre en otro lado: en los bares, en los toros, en las carreras de coches... No ven películas, o solo las del Oeste, en 13 TV.

(Por cierto: yo tuve una novia muy parecida a Bella Baxter, también amoral y con furor uterino, aunque ella era más lista que el hambre que pasó).  

Duncan Wedderburn. Es el fucker de toda la vida. Sonrisa profidén, gestos galantes y una polla diamantina. Y mucha colonia varonil. El típico cabrón que te va a dejar por otra sin pensárselo dos veces. ¿Por qué?: pues porque es un fucker, nena. Son como tiburones sexuales: si se paran se ahogan. ¿De verdad que no lo veías venir? 

(También tuve otra novia que se enamora siempre de estos tipejos. No termina de aprender. O le va la marcha o carece de método científico. Conmigo se confundió, pero le puso remedio muy pronto).

Max McCandles. Es el típico panoli enamorado. Aguanta lo que le echen. “¿Qué te has metido a puta, cariño? No te preocupes: yo te apoyo”. Me recuerda mucho a mí. Es que además una vez me pasó algo parecido. Las feministas nos quieren así, como McCandles, pero luego te escupen no haberte comportado como un hombre. No hay dios que lo entienda. 



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Malaya. Operación secreta

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Todavía hay gente que le ríe las gracias a don Jesús Gil, que en el infierno descanse. Sobre todo en la radio deportiva, que fue su trampolín mediático para hacerse respetable y luego reventar la caja de Marbella a golpe de barrigazos. Y cuando la barriga no podía con el metal, ahí estaba el tal Juan Antonio Roca para sacar la ganzúa fina o el taladro de diamantes. 

De vez en cuando, porque entrevistan a su hijo o porque recuerdan algún título colchonero, estos lameculos recuerdan la figura grasienta de don Jesús con mucha nostalgia. "En el fondo era un tipo entrañable que siempre iba de cara..." Cosas así. Dan ganas de vomitar. Es como si hubieran olvidado que fue un gángster peligroso, un trapacero indecente, un fascista de opereta italiana. Pero claro: don Jesús hacía mucho “de reír” y rellenaba minutos de parrilla con sus ocurrencias de orangután. España es un país conquistado por los anarquistas de derechas y estas cosas ya no nos sorprenden tanto. “¿Me va usted a decir a mí lo que puedo robar y no robar de la caja de Marbella?” El robo lo cometieron los golfos apandadores de Jesús Gil, pero podría haberlo cometido cualquier paniguado que todavía ensalza su figura.

Cachuli, Roca, la Yagüe... A esta gentuza no había más que verla y que oírla en los mítines electorales. Unos catetos sin escrúpulos con una calculadora Casio en el bolsillo. No hay mucho que añadir sobre ellos: son tan esquemáticos como lombrices. No dan ni para rodar una teleserie de las cutres. Aunque algunos fueran muy listos, su grado de complejidad moral es prácticamente inexistente. El único personaje que merecería protagonizar una tragedia de Shakespeare es Isabel García Marcos, que empezó su carrera política denunciando a Jesús Gil y al final terminó participando en el atraco con un bronceado calcado al de Gunilla. 

Cuentan, en “Operación secreta”, que la noche de su tercera derrota electoral la tal Isabel rompió a llorar porque no entendía nada, se repuso con un gesto de rabia y les dijo a sus colaboradores: “¿El pueblo de Marbella quiere corrupción? Pues bien: la van a tener...” No me digan que esto no es puro Macbeth tomando el sol en la playa. 





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Cowboy de Copenhague

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Yo antes flipaba mucho con Nicolas Widing Refn. Pero ahora ya no. "Pusher" fue una puta pasada y un puto descubrimiento. Su carta de presentación al mundo. “Hola, me llamo Nicolas, sin hache, vivo en Dinamarca y tengo gafas de pasta como Steven Soderbergh. Soy la hostia. Ruedo cosas deslumbrantes sobre los bajos fondos de Copenhague. Pero no se vayan todavía: aún hay más...”.

Después filmó un par de pasotes, le ficharon los americanos de Hollywood y tras rodar “Drive” y dejarnos turulatos es como si lo hubieran cambiado por su primo. De hecho, desde entonces, yo miro con lupa los títulos de crédito para descubrir el cambiazo, a ver bajo el “Directed by” aparece no Nicolas, sino Nicholas, o Nichols, o Nicolás, con tilde en la a. Pero los Widing, los muy tunantes, ya no firman sus películas con el nombre completo, sino con esas iniciales enigmáticas: NWR, así que es imposible desmontar la suplantación que todo lo explicaría.

(No sé: a lo mejor Nicolas se ha vuelto medio lelo, o falleció en un vuelo intercontinental, y en Netflix lo han sustituido por una inteligencia artificial que remeda sus estilos. Una que han diseñado en la universidad de Copenhaghe para seguir manteniendo las rarezas y las esencias de lo danés). 

¿La serie? Muy fácil: algún becario de Netflix tecleó en el input: “Mézclame unas prostitutas albanesas, unas mafias chinas, un psicokiller andrógino y una chica misteriosa como caída de un OVNI y sácame una miniserie de seis capítulos que ronden la hora espesa de duración. Ponle unas luces a lo Wifing  (así como de prostíbulo o de escena policial) y no te mates demasiado con la coherencia argumental porque esto es para rellenar contenidos y nada más”. Y la inteligencia, muy aplicada, sacó de sus circuitos “Cowboy de Copenhague” sin que de momento, en el momento de abandonarla por la mitad, haya aparecido ningún cowboy por las inmediaciones del puterío. Ni siquiera se ve la ciudad de Copenhague en lontananza, con lo que mola ver las ciudades de los europeos, tan limpias y tan civilizadas, 




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Mad Men. Temporada 4

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En el Olimpo de las Series Dramáticas -que es un monte muy parecido al que hay en Grecia pero situado en California- viven tres diosas elegidas por una especie de consenso universal: “Los Soprano”, “The Wire” y “Breaking Bad”. Criticarlas es blasfemar y supone pasar seis temporadas en el infierno. Si alguien se mete con ellas o pretende rebajarlas de categoría, los sacerdotes del templo le echan a pedradas para que huya por la ladera. Y si alguien trata de introducir otra serie para convertir la Trinidad en Tetrarquía, los vigilantes se descojonan de su ocurrencia y luego lo despeñan por un barranco que hay en la cara sur de la montaña. Sea como sea, vivo o muerto, quedas excomulgado.

Es por eso que yo no me atrevo a proponer “Mad Men” como nueva diosa en el panteón. O bueno, sí, me atrevo, pero aprovechando este blog ignoto donde vienen a buscar las raspas los cuatro gatos del callejón y a veces ni eso. Acabo de terminar la cuarta temporada y sigo enganchado como una beata a su virgencita. “Mad Men” me parece una obra maestra y ya no tiene pinta de decaer. La primera vez que la vi me gustó pero le puse algunos reparos. Ahora ya no. 

La serie, por supuesto, es la misma de entonces, pero en los últimos diez años yo he vivido más experiencias que en los cuarenta anteriores, aunque al final todas hayan terminado en desastre o en tragicomedia. No he cambiado, porque nadie cambia, pero he acumulado honduras y argumentos. Si ya vivía convencido, ahora lo estoy más: la fachada importa, el dinero decide, el sexo nos impulsa... Entre un publicista de Madison Avenue y un mono de la selva sólo existe un sombrero y un maletín. Y un paquete de Lucky Strike.

Lo que no he conseguido, ay, pero que es que ni por asomo, ni por el forro de los cojones, es parecerme un poco a ese suertudo llamado Don Draper. El tipo es imbatible. Qué elegancia, qué presencia, qué dominio de las situaciones mujeriles... Qué hijo de la gran puta. Qué suerte. Qué genes. Qué poderío y qué magnetismo. Qué manera de fumar, de sacar el boli, de mirar de soslayo... Jopetines. Unos tanto y otros tan poco. ¿Para cuándo una revolución comunista de la sexualidad?




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Veneno

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Mi tío coincidía a veces con la Veneno en el Mercadona de la plaza de la Remonta, allá por los Madriles. Corrían los años noventa y es como si ahora te encontraras con Chenoa o con Ester Expósito en la cola del DIA (bueno, las famosas ya nunca compran en el DIA).

Mi tío era cura obrero, sacerdorte de tropa, y nunca nos explicó si él veía el Mississippi a escondidas o si se había enterado de quién era la Veneno por las beatas de la parroquia. A saber, porque aquel cura era rara avis para bien. No un tunante, pero sí un teólogo de la liberación, y casi de la liberalidad. Si en los años noventa se hubiera proclamado la III República yo hubiera intercedido por él ante las milicias de la FAI. 

No sé si este lejano parentesco mío con la Veneno entraría en la teoría de los seis grados de separación. Y si, en caso de entrar, serían dos o tres los que me separaron entonces de sus andares. Da igual. Recuerdo que una vez nos tomamos unas cañas en la Remonta sólo para ver si la veíamos pasar, aunque a mí, la verdad, vestida para sus cosas del día a día, sin sus trajes y no-trajes de putón verbenero, me hubiera costado mucho reconocerla. Yo sabía quién era, claro, pero no veía su programa de la tele. No tenía memorizados los rasgos de su cara ambivalente. Sin pintar, sin maquillar, vestida para comprar el gazpacho de Hacendado y el jamón york para cenar, para mí hubiera sido como cualquier otra vecina de la barriada.

No hay que ser Thelma Schoonmaker para darse cuenta de que a la serie le sobran muchos minutos y muchas redundancias. Nuestra Thelma, metida en harina, le hubiera dado el tijeretazo al menos a dos episodios para dejar la ficción redonda y desgrasada. Con cuatro episodios -y aún menos- hubiera bastado para contar el evangelio de esta Santísima Trinidad formada por José Antonio, Cristina y la Veneno. Tres personas distintas pero una sola diosa verdadera. Trágica como los griegos, sufriente como el Nazarerno, divertida y puñetera como algunas deidades de Babilonia.



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Larry David. Temporada 3

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Larry David sabe que los seres humanos somos esencialmente egoístas, estúpidos, avariciosos... Mentirosos y puñeteros. Muy rijosos además. La flor de la canela. Si nos dejaran -si no hubiera leyes ni rivales- tiraríamos todo recto hasta la satisfacción de los deseos caiga quien caiga, y cueste lo que cueste. El límite es el cielo. O la muerte. Larry David lo tiene muy asumido, y se descojona de los incautos, y sobre ese convencimiento y esa burla de gamberro levantó las dos comedias más corrosivas de la historia: “Seinfeld” y “Larry David”.

Sus comedias desprenden tanto ácido, tanta mala baba por las junturas, que si las coleccionas en DVD te carcomen la balda de la estantería y hay que pedir una nueva en la web del Ikea. Y si las guardas en el disco duro del ordenador, te joden los circuitos y tienes que cambiar de cacharro cada cuatro o cinco años. A mí, desde luego, me pasa. 

(Si las ves en una plataforma moderna, el efecto corrosivo no es material, pero sí espiritual, y sales de su disfrute convertido en peor persona. A mí, desde luego, también me pasa).

Michel Houellebecq, el escritor francés que podría ser el primo parisino y cenizo de Larry David, sostiene que no existe el “problema del Mal”, como afirman los filósofos, sino el “problema del Bien”, porque la excepción a la regla, el desafío a la lógica, es el acto generoso y desinteresado. Por cada 99 comportamientos mezquinos, acordes a nuestra naturaleza, se produce uno que nos descuadra los esquemas y nos obliga a repensar. Ese acto único es el clavo ardiendo de los roussonianos, la esperanza mínima de los ilusos. Pero nosotros, los descreídos, sabemos que un acto generoso sólo es un acto egoísta calculado, envuelto en celofán de colorines. Lo que pasa es que preferimos callarnos para que no nos tachen de contumaces.

En “Larry David” -y llevo ya revisadas tres temporadas, y lo que te rondaré, morena- la relación entre actos interesados y desinteresados es de momento 300/0. La vida misma, vamos. Y más si te desenvuelves entre estos ricachones de Hollywood. Pura gentuza.





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Celtics/Lakers: los mejores enemigos (II)

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Juro y perjuro que yo vi todos aquellos partidos en Televisión Española, y que Ramón Trecet los narraba con mucho salero para los aficionados de toda la vida y también para los que veníamos renegando del fútbol. Porque aquello fue la puta fiebre del baloncesto, después de los Juegos Olímpicos del 84,  y yo era un adolescente tan alto y tan bobo como Jacobo, y jugando al fútbol las piernas se me enredaban, no acertaba ni con los pases ni con los goles, pero gracias al baloncesto podía destacar en un deporte para que por fin las chavalas se fijaran en mí.

Juro y perjuro que yo vi aquellos partidos en riguroso directo, o en riguroso diferido, y que mi corazón iba con los Lakers porque yo era tan desgarbado como Kareem Abdul-Jabbar, y porque mi tiro predilecto, el letal, el que arrancaba aplausos en las gradas imaginarias, era mi gancho de derecha, el sky-hook del barrio de León, un escorzo ya mítico de las ligas escolares que era indefendible y muy patentado. Yo iba con Kareem, a muerte, y con el “showtime”, y con las cheerleaders angelinas y angelicales, y con Magic Johnson y su sonrisa, y he venido a este documental para recordar todo aquello que yo vi: no lo que me contaron, no lo que imaginé, no lo que extrapolé de las revistas, sino lo que vi con estos ojitos que han visto deporte en la tele hasta el desmayo. 

Yo sé que lo vi, este duelo mitológico en tres actos, como la Ilíada y la Odisea, y no sé qué otro libro más, pero internet me desdice una y otra vez, y me escupe que TVE empezó a retransmitir la NBA en el año 88, cuando estos duelos ya eran historia del baloncesto, y empezaban a reinar los Bad Boys criados en Detroit, y estos guerreros homéricos ya estaban en decadencia, lesionándose, retirándose, perdiendo el pelo sobre las canchas. 

Internet refuta mi recuerdo en todas la páginas que consulto, contumaz en su puta sabiduría, y yo ya no sé a quién creer, la verdad, si al texto o a la memoria, y empiezo a pensar que el deseo de haber visto estos duelos fue tan fuerte que cristalizó en una realidad televisiva que nunca existió, y que solo ahora, en un pequeño consuelo, los estoy recobrando gracias a los documentales.






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Celtics/Lakers: los mejores enemigos (I)

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Juro y perjuro -en contra de las evidencias, de los hechos científicos del calendario- que yo vi aquellos partidos en la tele: las tres finales que enfrentaron a los Boston Celtics contra Los Ángeles Lakers en los años 80. Larry Bird contra Magic Johnson. El skyhook de Abdul-Jabbar y la torpeza aparente de Kevin McHale. El contraataque vertiginoso de James Worthy y las hostias como panes que arreaba Danny Ainge en la defensa. Pat Riley dando paseos con su pelo engominado y el otro entrenador, el de los Celtics, de cuyo nombre no me acuerdo, que lo miraba de reojo como diciendo vaya gilipollas que es este tipo... Red Auerbach fumándose un puro en el Boston Garden y Jack Nicholson levantándose de su asiento en el Forum para animar a los suyos con las gafas de sol y la sonrisilla de pirado. 

Juro y perjuro -en contra de los datos fríos como el hielo- que yo vi todo aquello con los ojos como platos, acostumbrado al baloncesto europeo que era mucho más lento y menos atlético, falto de emoción si no jugaba el Real Madrid de mis entretelas: Corbalán e Iturriaga, Rafa Rullán y Fernando Romay, el Torneo de Navidad y las finales de la Copa de Europa que nos ganó aquel hijoputa croata que luego se puso nuestra camiseta y después ascendió a los cielos en varias etapas programadas y fatídicas, como en los vuelos espaciales arruinados.

Juro y perjuro que -y me da igual lo que me digan los sabihondos- que yo vi aquel duelo de tres actos shakesperianos en Televisión Española, por cojones, porque entonces no había otra, la 1 y la 2, en la vieja Phillips en blanco y negro de mi casa, que yo sabía que los Celtics iban de verde y los Lakers de amarillo porque luego veía las fotos en la revista Gigantes que compraba un primo mío que coleccionaba los pósters centrales que inmortalizaban los escorzos y los mates.

En aquellas fotografías, pocos años después, Michael Jordan despegaría del suelo como Supermán, a alturas imposibles, ingrávido como un héroe de la factoría Marvel con el número 23 estampado en la espalda. 

(Continúa mañana...)




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